La ciencia ficción, dignificada:
Inteligencia Artificial, de Steven Spielberg

La última película de Steven Spielberg suscita en los espectadores que hemos seguido desde hace años la carrera del cineasta norteamericano una rara sensación. Es cierto que reconocemos en ella algunos de sus temas y actitudes más característicos —una intensa representación del universo de los afectos, el tono sentimental, la visión del mundo a través de los ojos de un niño—, pero al mismo tiempo nos cuesta aceptar esta parábola sobre la condición humana, tan triste, tan desoladora, como expresión de un autor a quien hemos venido identificando con los finales felices, el optimismo y hasta cierta tendencia a la moralina. En este sentido, creo que la reacción de la crítica ante Inteligencia Artificial, que ha oscilado entre polos abismalmente opuestos1, constituye un síntoma elocuente de la dificultad de comprender en sus justos términos la propuesta de su director.

Tal vez las peculiares circunstancias en que se gestó el filme —recordemos que está basado en un relato breve del novelista inglés Brian W. Aldiss, “Supertoys last all summer long”2, que Stanley Kubrick comenzó a desarrollar su adaptación cinematográfica, desgraciadamente interrumpida por su fallecimiento, y que Steven Spielberg se hizo cargo del proyecto, como homenaje al director de Eyes wide shut puedan explicar en parte algunos de sus rasgos constitutivos. Ya que he invocado la indirecta paternidad de Kubrick, no me parece inapropiado traer a colación el antecedente de 2001, una odisea del espacio, filme que a mi entender ofrece un evidente paralelismo con el de Spielberg, pues ambos comparten una misma intención: la de aportar al género de la ciencia ficción un impulso renovador3.

No puede sorprendernos tal propósito en un cineasta como Spielberg, quien, a pesar de las reiteradas acusaciones de conformismo y adocenamiento con que alguna crítica ha venido acogiendo las sucesivas entregas de su cinematografía, ha demostrado a lo largo de los años una innegable ambición creadora. Películas como Encuentros en la tercera fase (1977), obra señera en la evolución del género de la ciencia ficción4, La lista de Schindler (1993), que quiso ser el filme definitivo sobre el Holocausto, o Salvar al soldado Ryan (1998), auténtica piedra miliaria en la trayectoria del cine bélico, demuestran su deseo de dejar una huella perdurable sobre los géneros cinematográficos, voluntad no muy distinta, por cierto, a la que durante toda su vida exhibió Kubrick y que este último indudablemente reconoció cuando decidió “legar” su proyecto a su colega norteamericano.

Hablando de ambición creativa, qué mejor muestra que Inteligencia Artificial, donde se dan cita casi todos los motivos temáticos que definen la ciencia ficción moderna —los avances científicos y tecnológicos en campos como la informática y la ingeniería genética, la ambigua relación de amor-odio entre humanos y robots, las catástrofes provocadas por la arrogancia tecnológica, la alienación del individuo en una sociedad que ha olvidado las señas distintivas de lo humano, la intervención salvífica de los extraterrestres, el urbanismo delirante, las ubicuas y omnímodas naves áereas, el sexo como mercancía destinada a aliviar la neurosis—, expresados a través de un tratamiento icónico que bebe en fuentes de lo más variado y aun heterogéneo: la perfeccionista frialdad kubrickiana de 2001, una odisea del espacio, la atmósfera abigarrada, sincrética y barroca de Blade Runner, los escenarios cibernético-orgánicos de Trön, las especulaciones climáticas de Waterworld, las parábolas sobre la crueldad humana de Rollerball o Almas de metal y, por supuesto, las visiones extáticas del encuentro con los seres extraterrestres, tan del gusto del propio Spielberg en películas como Encuentros en la tercera fase o E.T. Si todos esos motivos y estilos cobran unidad es porque Spielberg los engarza hábilmente alrededor de un núcleo central —el de la búsqueda de la felicidad, de la salvación personal, aquí protagonizada por un niño androide que desea ser más humano que los propios humanos—, que domina perfectamente, pues constituye el hilo conductor de muchas de sus obras anteriores, como El color púrpura (1985) El imperio del sol (1987), Always (1989), La lista de Schindler (1993), Salvad al soldado Ryan (1998), etc. El hecho de que el argumento reúna, además, motivos claramente emparentados con el cuento folklórico y los cuentos infantiles —el abandono del niño en el bosque, la peregrinación en busca del fin del mundo, el hada buena, los augurios, los muñecos animados que acompañan al protagonista, los hechos de carácter milagroso— permite situar a Inteligencia Artificial dentro de las constantes de un director que ha dado reiteradas muestras de su interés por la revisión y actualización de las tradiciones de la narrativa infantil5.

David y Gigolo Joe en Rouge CityHe comentado al principio de esta reseña la variedad estilística de Inteligencia Artificial, y debo insistir ahora en que este es una característica que, a diferencia de lo que ocurre en tantas muestras contemporáneas del género, no se fundamenta en el capricho del director o en el afán de deslumbrar al público. Por el contrario, los cambios de estilo se hallan en directa correspondencia con la estructura del filme y el desarrollo del argumento. Los tres grandes bloques narrativos en que podemos dividir el argumento —primero, en el que se narra la convivencia del niño androide David con su familia adoptiva, hasta que su madre decide abandonarlo en un bosque; segundo, en el cual se suceden el encuentro con el androide de placer Gigoló Joe, su captura para ser exterminado en la Feria de Carne, la huida de este monstruoso circo y la búsqueda del Hada Azul en ese paraíso del neón que es Rouge City, una especie de Las Vegas elevada a la enésima potencia; y, tercero, el viaje hacia “el fin del mundo”, un Manhattan sumergido en el océano y finalmente congelado en el hielo, donde David recibe respuesta a su invencible deseo de ser “un niño de verdad”— se corresponden con muy notorios cambios de estilo: elegantísima, luminosa y depurada la primera parte (con algo de la típica frialdad y el perfeccionismo a ultranza que siempre caracterizaron el cine de Kubrick), nocturna, barroca y efectista la segunda (con homenajes evidentes a Blade Runner, a Metrópolis, incluso a Trön), delicada y fantástica, hasta acercarse casi al territorio de la epifanía, de la revelación, la tercera.

No acabo de estar seguro —una vez finalizada la película obtuve sensaciones contrapuestas— de que la integración de estos tres bloques en una unidad sea completamente satisfactoria. No puede dudarse de que la presencia del androide-niño David, abrumadora a lo largo de casi todo el filme, concede unidad a una peripecia presidida por la búsqueda del sentido (el deseo de convertirse en un ser humano y recuperar el amor de su madre), pero tampoco podemos pasar de largo el hecho de que algunos aspectos de la historia —pienso en particular en las escasas apariciones del creador de David, el profesor Hobby, a quien encarna ese siempre interesante actor que es William Hurt, aquí en una de esas creaciones tan suyas, entre la vulnerabilidad y la introspección— resultan desvaídos, incompletos, como si el director no se hubiera atrevido a explotar a fondo sus posibilidades. Esta carencia me parece de singular importancia, ya que la función del profesor Hobby en la trama —no sólo es el padre intelectual de David, pues fue quien ideó el proyecto de un androide programado para amar, sino también un hombre que, en una semejanza invertida respecto a su criatura, intenta el imposible milagro de recuperar al hijo perdido a través de su encarnación en un ser biomecánico— ofrece unas posibilidades dramáticas que resultan desaprovechadas por la insistencia de Spielberg en abordarlas desde una perspectiva algo limitada. La eventual dimensión afectiva, sicológica y hasta metafísica de la relación del profesor Hobby con David —que, en la escalofriante escena en la que el niño decapita a uno de sus clones, parece apuntar algún signo de la rebelión de la criatura contra su creador, como un eco algo lejano de Blade Runner y el enfrentamiento entre el androide Roy Batty y su diseñador, el doctor Tyrell—, apenas queda apuntada y en su lugar el incidente apenas si trasciende de la categoría, poco satisfactoria, de una rabieta infantil.

Tampoco la película extrae todas sus jugosas posibilidades a otro personaje de enorme potencial, ese androide de placer llamado Gigoló Joe (no me resisto a invocar otra vez el antecedente de la seductora y vulnerable Pris, que interpretó Daryl Hannah en Blade Runner), representado por un brillantísimo Jude Law. Su erotismo a un mismo tiempo seductor y cínico, su inteligencia inhumana, capaz de analizar hasta sus últimas consecuencias las fragilidades y debilidades de los humanos, con un discurso dotado de una retórica implacable, desengañada y lúcida —son profundamente inquietantes sus palabras a la entrada de una capilla, en Rouge City, cuando reflexiona sobre el sentido de la experiencia religiosa en los humanos— constituyen uno de los principales atractivos de la segunda parte y el comienzo de la tercera, hasta el punto de que su desaparición de la escena afecta, yo creo que negativamente (y conste que no discuto la justificación de esta pérdida en base al guión), al desarrollo posterior de la historia, a su densidad e impacto global sobre el espectador.

Pero incluso si aceptamos que ciertos elementos temáticos aparecen desdibujados, o que algunos personajes quedan algo aislados en el conjunto, habrá que afirmar en cambio que la línea argumental principal se sostiene en pie con eficacia no sólo por la intensidad emotiva de sus planteamientos, sino, sobre todo, gracias a la actuación maravillosa del actor principal, el mismo Haley Joel Osment que a todos nos impresionó con su sobrecogedor papel en El sexto sentido. Indudablemente, su representación es espléndida, pero es que además tiene un valor estructural, configurador del sentido e intención de la película, ya que una parte sustancial del filme se constituye a partir de su mirada, una mirada intensísima, de una fijeza casi sobrehumana (creo haber leído que lo más difícil para este joven actor fue aprender a no parpadear), pero al mismo tiempo de una calidez y ternura inmensas. A lo largo de la película, y sobre todo en su primer tercio, la cámara se deleita en ofrecernos una y otra vez planos centrados en el rostro de David (algunos de ellos basados en encuadres sorprendentes o en reflejos especulares muy hermosos), en los que el espectador capta el deseo de amor y humanidad del personaje, su enorme capacidad de entrega a la tarea para la que ha sido programado. Esta mirada inocente y tierna se transforma en gesto de horror estupefacto en la segunda parte, a lo largo de la cual abundan los episodios —la rebusca de los androides estropeados entre los montones de basura cibernética, a la caza de piezas de repuesto para sus menguadas anatomías, la Feria de Carne, monstruosa actualización del circo romano, con sus inventivos tormentos y su desaforada y obscena crueldad, las alienantes diversiones de esa antología del kitsch que es Rouge City— que retratan el mundo de los hombres como una pesadilla bárbara, o como una feria de las vanidades estúpida y banal. Que el personaje de David —en una especie de traición a su propia raza que no debería pasarnos desapercibida— reclame su pertenencia a la misma humanidad cuyos modelos son la masa vociferante que asiste a la Feria de Carne, o los lujuriosos adolescentes a los que Gigoló Joe seduce con la proyección del holograma de una stripteaser, subraya no solo el patetismo esencial del personaje, sino también la dimensión crítica de la película, su desoladora y terriblemente amarga verdad.

David entre los robots condenados a la destrucción, en la Feria de CarneEsa verdad no es otra que el hecho de que en Inteligencia Artificial sólo los androides, “los mecas”, se aproximan a la idea de humanidad. Frente al egoísmo, la crueldad y la indiferencia ante el dolor ajeno de los hombres de carne y hueso (cuya maldad se revela en la ya mencionada secuencia del descuartizamiento público de los androides, asombrosa transcripción futurista del circo romano o las ejecuciones medievales), los seres mecánicos muestran las virtudes propias de lo humano: la lealtad, la solidaridad, la inteligencia, la compasión. Habría que precisar, no obstante, que la película no se identifica con el tópico tan característico de la ciencia ficción clásica, de que los androides son algo así como superhombres destinados a convertirse en los sucesores evolutivos del homo sapiens, pues a pesar de la constante aproximación afectiva a su condición de “personas”, la historia subraya a menudo la radical inhumanidad de los “mecas”. No me refiero sólo a que éstos aparezcan dotados de atributos sobrehumanos —energía infinita, duración ilimitada—, o a que se subraye su entidad irremediablemente mecánica hasta el punto de la comicidad, como ocurre en la secuencia en que David ingiere una ensalada con el exclusivo propósito de imitar a su “hermano”, lo cual avería gravemente sus circuitos. Más importante que esos detalles me parece otro rasgo, una peculiar combinación de impasibilidad ante el propio sufrimiento (las ejecuciones públicas de la Feria de Carne sólo suscitan en los androides, excepto en el modelo avanzado que es David, una melancólica aceptación de lo inevitable) y de testarudez, conducta esta última que aparece llevada a una expresión hiperbólica —nada menos que dos mil años de inútiles súplicas— en el comportamiento del niño, tras encontrar la figura del Hada Azul bajo la noria sumergida de la feria de Coney Island.

La misión de suceder a los seres humanos en la escala evolutiva no les corresponde a los androides, por mucho que en la programación cibernética de David se hayan plasmado todas las virtudes que deberían caracterizar a la auténtica condición humana, por mucho que el espectador se identifique con sus anhelo imposible de amor. El peregrinaje del niño en busca de la adquisición de la humanidad —en realidad, una suerte de búsqueda de la salvación, que está en la raíz de abundantes mitos y relatos sagrados— finaliza con la revelación de una entidad superior, con una epifanía no religiosa —pero tampoco laica— que Spielberg ya expresó hace bastantes años, entonces con ciertos toques de espectacularidad hippie y hasta de delirio psicotrópico, en Encuentros en la tercera fase. La intervención de los extraterrestres en el tramo final de Inteligencia Artificial —a través de una representación absolutamente estilizada, entre angélica y surrealista, que recuerda a las esculturas de Alberto Giacometti o las pinturas de Giorgio de Chirico—, y que tan injustificable, por blanda y sentimental, ha parecido a más de un crítico, vendría a representar, creo yo, una propuesta (sólo en apariencia satisfactoria y feliz) de resolver la dualidad humanos-androides a la que acabo de referirme. A través de esa propuesta, el director nos proporciona consuelo, aunque sea un consuelo parcial y en definitiva ilusorio, a la absoluta devastación física y moral con que se retrata el destino de la humanidad.

Entramos, como se ve, en el terreno más resbaladizo de la película, aquél en el que la recepción del público y de la crítica ha sido más diversa. Aun a pesar de que estoy convencido de que Spielberg ha conseguido una película muy sólida tanto en su planteamiento como en su ejecución, me sentiría tentado a reconocer que su tramo final puede resultar para muchos espectadores —he mantenido más de una polémica a este respecto— excesivamente denso, aburrido incluso, pues el argumento se desarrolla en una dimensión de alejamiento de la realidad, de ajenidad (un rasgo característico de la mejor ciencia ficción, por cierto, que a menudo no suele ser comprendido), que puede conducir también a la frialdad y el rechazo por parte del público. Pero lo que ya no me parece tan admisible son las valoraciones denigratorias de la cinta en función del supuesto carácter “ternurista”, “ñono” o sensiblero de su desenlace. El lector me perdonará que descubra el final, pero ¿cómo se puede considerar fácil o cómodo el hecho de que un niño se congele bajo las aguas del mar, tras dos mil años (se dice pronto) de frenéticos e inútiles ruegos, para obtener la resurrección momentánea de su madre durante un único día improrrogable? ¿Qué “fácil” consuelo podemos encontrar en la idea de una especie inteligente exterminada por su propia vanidad, cuyo único superviviente es una máquina que con infinito patetismo reclama una humanidad ya del todo imposible? ¿Qué “fácil” alegría proporciona la intervención de unos extraterrestres de aspecto humanoide, que reconocen el genio de nuestra especie sólo para certificar con mayor pesadumbre su irrecuperable extinción? Desenlace más amargo y pesimista no lo hemos visto nunca en Spielberg, y dudo mucho que en ningún otro cineasta contemporáneo. Ya sé que estas reflexiones se le resisten a un sector del público, que identifica la ciencia ficción con los juegos de matar marcianos, o que está convencido de que la reflexión sobre el sentido de la vida sólo está al alcance de plúmbeos productos europeos, cuando no de remotas cinematografías emergentes. Lo que resulta más grave es que tales prejuicios subsistan aún en ciertos ámbitos de la crítica, permanentemente refugiados en un concepto elitista y algo rancio del espectáculo cinematográfico.

Monica lleva a cabo el protocolo de impronta sobre DavidIncluso los espectadores más renuentes a aceptar la trascendencia de su película tendrán que admitir que Spielberg nos ofrece en Inteligencia Artificial muchos momentos de un cine de indudable brillantez, que oscila entre el intimismo y la ternura, por un lado, y la representación de una realidad alucinada o delirante, por otro. Entre las secuencias características del primer tipo, cabría destacar la inicial, de un humor soterrado, en que el personaje que encarna William Hurt expone ante una audiencia de absortos científicos su intención de construir un robot que sea capaz de amar; o la escena, de enorme y delicada emotividad, en la que Monica, la madre de David, procede a la activación de los afectos del niño mediante un moroso protocolo de impronta, o la amarga secuencia en que David advierte, en presencia de una larga fila de androides en construcción, todos ellos idénticos, que su individualidad no es tal. En la segunda categoría también anotamos algunos momentos inolvidables: la secuencia, entre siniestra y surrealista, en que los desgraciados androides condenados al exterminio se afanan en la búsqueda de piezas de recambio; el apabullante y frenético episodio de la Feria de Carne; la insólita búsqueda de información —una secuencia aparentemente “naif”, que más parecería propia de un filme de dibujos animados— en ese oráculo futurista que es el establecimiento del Dr. Know en Rouge City. Y qué decir de esa visión apocalíptica, de perfección sublime y un intenso tono onírico, de la isla de Manhattan cubierta por las olas del Atlántico, con la Estatua de la Libertad sumergida entre aguas negras de las que sólo sobresale la mano con la antorcha, con inmensos edificios que parecen surgidos de un sueño, adornados por gárgolas en forma de leones, que vomitan por sus fauces monstruosos chorros de agua, y con panorámicas de las avenidas neoyorkinas convertidas en seracs de un glaciar de pesadilla, entre los que destacan las afiladas aristas de un arruinado edificio Chrysler...

No quiero finalizar esta reseña sin hacer al menos una breve mención a la magnífica banda sonora de John Williams, quien realiza con ella su decimoséptima colaboración con Spielberg. Una relación tan dilatada y fructífera sólo puede concebirse a partir de un perfecto entendimiento entre ambos creadores. Y, en efecto, la partitura de Williams se adapta como un guante al tono melancólico y con frecuencia sombrío de la historia, sin perder por ello su maravillosa capacidad de encantamiento y sugerencia. Así, podemos disfrutar de la intensidad dramática de temas como “The mecha world”, “Abandoned in the woods”, o “Rouge City”, los tonos grotescos de “The moon rising”, la desnudez casi minimalista de “Hide and seek”, la elegancia etérea de “Monica's Theme” y la más apasionada belleza en “The search for the blue fairy” y “Where dreams are born”. Este tema vocal, que interpreta la soprano Barbara Booney mientras se proyectan en la pantalla los títulos de crédito, deja en la memoria del espectador una música de estremecedora sutileza y melancólico lirismo, que sin lugar a dudas permiten considerarla como una de las piezas de más honda hermosura de toda la enorme producción musical de su autor.

La emoción, la intensísima y exquisita melancolía que produce en el ánimo del espectador esta “utopía de los sentimientos”, por utilizar las palabras de Vicente Molina Foix, es seguramente el activo principal de una película que, con sus imperfecciones y desequilibrios, está llamada a convertirse en un clásico del género. Estoy convencido de que el tiempo pondrá esta historia en su correcta perspectiva, como lo ha hecho con obras como 2001 o Blade Runner, que ahora nos parecen indiscutibles, pero que fueron acogidas en su momento con muchas reticencias. No creo que sea ninguna exageración afirmar que Inteligencia Artificial se encuentra a la altura de cualquiera de ellas. Y creo además que Spielberg marca un interesante camino al proponer para la evolución futura de la ciencia ficción un tratamiento de los sentimientos que, sin prescindir del recurso a la imaginación visual, los efectos especiales, la utilería tecnológica, los integra junto con aquellos en una unidad de sentido. Todos los recursos del espectáculo al servicio de emociones legítimas y sinceras, nada más y nada menos.

 

Notas

Portada del libro de Brian W. Aldiss1. Valoraciones muy positivas son, por ejemplo, la de Tomás Fernández Valentí, quien considera el filme como “una obra maestra y la mejor película de su director” (“El complejo de Pinocho”, Dirigido por, 304, septiembre 2001, pp. 44-47); y la de Vicente Molina Foix, para el que se trata de una “maravillosa película que cierra —veinte años después de ET y Encuentros en la tercera fase la gran trilogía sobre la alteridad y los fantasmas de una utopía de los sentimientos” (“Kubrick en la cocina”, El País, 11-X-2001). Por el contrario, Ángel Fernández Santos cree que la película pierde gran parte de su categoría como consecuencia de “la condición ramplona del ternurista y aparatoso happy end”; (“Entre lo mejor a lo peor”, El País, 21-IX-2001); en este mismo sentido apuntan las observaciones de Laura Conde, en el portal Telépolis: “el elegante cinismo de Kubrick se hubiese ofendido ante el lacrimógeno final ñoño de la factoría Spielberg”. «

2. Se trata de un cuento de apenas diez páginas, que apareció por primera vez en la revista Harper's Bazaar en diciembre de 1969. Puede leerse en castellano en una reciente recopilación: Los superjuguetes duran todo el verano y otras historias del futuro, Barcelona, Plaza y Janés, 2001, en la que se incluyen otros dos relatos posteriores con los mismos protagonistas —“Los superjuguetes cuando llega el invierno” y “Los superjuguetes en otras estaciones”—, así como un interesante prólogo, titulado “Intentar complacer”. En él detalla Brian Aldiss las circunstancias de su no siempre fácil relación con Kubrick y los pormenores de la adaptación cinematográfica, en cuyo desarrollo parece evidente que han influido no sólo el cuento inicial, sino los otros dos; por ejemplo, episodios como el de los androides a la busca de piezas de recambio y aquél en que David descubre que hay cientos de copias idénticas a sí mismo están tomados del tercero de los textos. «

3. No es preciso insistir demasiado en lo que significó 2001 para la dignificación de un género que hasta aquel momento se había movido casi siempre en los suburbios de las series B. Por otra parte, hay bastantes críticos que sostienen que el cine de ciencia ficción padece en estas últimas décadas un prolongado anquilosamiento; es la opinión, por ejemplo, de Joan Bassa y Ramon Freixas, en su libro El cine de ciencia ficción, Barcelona, Paidós (Col. “Paidós Studio”, 101), 1997, del que cito un fragmento revelador: “el repaso a los mitos del género nos lleva a conclusiones taxativas, ciertamente pesimistas, acerca de su futuro. Si la innovación resulta ya imposible, estos mitos han cumplido ya con su función; su supervivencia resulta tan superflua como absurda. La única alternativa radica en la confección de nuevos mitos que les sustituyan y ocupen el espacio ahora vacío (p. 184). «

4. Encuentros en la tercera fase (1977) —una de mis películas favoritas en el género de la ciencia-ficción— es un filme descomunal en muchos sentidos, una especie de apoteosis del tema de los extraterrestres, de dimensiones voluntariamente hiperbólicas y cuasi místicas que poco tienen que ver con Inteligencia Artificial, película mucho más discreta y contenida, pero también tocada por un cierto tono visionario y hasta profético. «

5. Pensemos en títulos como E.T., Hook o la saga de Indiana Jones, por no hablar de otras muchas películas que, sin estar firmadas por Spielberg, cuentan con su concurso en tareas de producción, tales como Los gremlins, Los goonies, Casper, Shrek y tantas otras. Dicho esto, hay que destacar que Inteligencia Artificial revela una notable evolución de la cinematografía spielbergiana de temática infantil hacia planteamientos más adultos y también mucho más amargos. Esta evolución puede observarse en multitud de aspectos, pero quisiera fijarme en uno de ellos —el personaje del osito de peluche Teddy, que ya aparece en el cuento de Brian Aldiss—, ya que demuestra con claridad esa transformación a la que acabo de referirme. La tentación del tópico sentimental estaba muy próxima, pues no en vano se trata de un fetiche de la cultura popular norteamericana. Además, las analogías con el Pinocho de Claudio Collodi, o con la adaptación cinematográfica que de él hiciera Walt Disney en 1940, son casi inevitables, como han puesto de relieve muchos críticos (Aldiss señala en el prólogo a Los superjuguetes duran todo el verano que no fue consciente del paralelismo, que desde luego es mucho más evidente en la película que en el cuento). Sin embargo, Spielberg ha preferido dotar al muñeco de atributos que poco tienen que ver con el Pepito Grillo de Pinocho y mucho menos todavía con otros personajes similares de sus producciones ateriores (recordemos, por ejemplo, a los adorables gremlins “buenos”). El osito Teddy, con su voz cascada y escéptica, tan poco infantil, constituye un personaje serio y profundo sin perder al mismo tiempo su carácter entrañable, y con sus consejos llenos de buen sentido representa algo así como el necesario punto de vista escéptico que se opone al absoluto idealismo del protagonista. «

 

Para saber más

Internet alberga gran cantidad de información para quien desee completar sus conocimientos sobre Spielberg e Inteligencia Artificial. He aquí unos cuantos enlaces:

  • Web oficial de Inteligencia Artificial: tan bella como sofisticada, con uno de los diseños más logrados de los que he visto en los últimos meses.
  • The Official Brian W. Aldiss Web Site: web del autor de “Los superjuguetes duran todo el verano”, uno de los escritores de ciencia ficción más importantes del Reino Unido, con una completa bio-bibliografía, información sobre sus obras de ficción y no ficción, foros de discusión, etc. En la sección de crítica puede leerse (en inglés) un completísimo análisis del cuento en el que está basada la película de Spielberg. 
  • Steven Spielberg Directory: información muy abundante sobre el director y su obra, con comentarios y análisis de sus obras de gran profundidad (en inglés).
  • Cine Fantástico y Cienciaficcion.org: dos webs imprescindibles para el aficionado a estos géneros; la información no tiene excesivo alcance, pero abarca gran cantidad de autores y títulos.
  • The Unnoficial John Williams Home Page: extraordinaria web, con una documentación verdaderamente enciclopédica sobre el compositor y su obra (lástima que el análisis  sobre A.I. todavía no haya sido incluida en ella). Para suplir esta carencia, puede verse una completísima reseña de esta banda sonora en Tracksounds.com (en inglés).

Eduardo-Martín Larequi García

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Última actualización de la página: 6-12-2005

 

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