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Una
comedia como las de antes:
In and Out, de Frank Oz
Películas
como ésta consiguen reconciliar al espectador con el cine norteamericano,
tan dado en los últimos tiempos a presentar brillantes cáscaras
vacías, y demuestran que las productoras de toda la vida
(la Paramount, nada menos) todavía tienen en nómina a profesionales
con talento y buen gusto, capaces de abordar un tema tan sensible al pensamiento
políticamente correcto —la revelación pública
de la homosexualidad— con una mirada alegre, deshinbida y simpática,
tan alejada del chafarrinón grotesco como de la infatuación
y el patetismo.
Las virtudes de In and out tienen más que ver con la calidad
de sus personajes que con el planteamiento de la historia. En efecto,
puede que el argumento no sea demasiado original (lo cual no es necesariamente
un defecto, puesto que la convencionalidad de algunos detalles del argumento
es deliberada y tiene un evidente espíritu paródico); sin
embargo, la fauna humana que se mueve por entre las secuencias del film
respira sinceridad, verismo y simpatía, y todo ello no sólo
como resultado de los hallazgos del guionista (Paul Rudnick, autor de
unos cuantos gags muy brillantes), sino también gracias
a la batuta de Frank Oz, cuya habilidad para la dirección de actores
ya tuvimos ocasión de comprobar hace unos años en ese delicioso
remake que es Un par de seductores, cinta en la que resolvía
con mano maestra el duelo entre dos actores de tan diferente registro
y calidad como Michael Caine y Steve Martin.
Ahora bien, de poco servirían un guionista hábil y un director
competente si no les acompañaran actores a su medida. En In
and Out los tenemos a montones, empezando por Kevin Kline, que encarna
al profesor de literatura inglesa Howard Brackett, cuya homosexualidad
es revelada inesperadamente por un antiguo alumno pocos días antes
de su boda. Con este papel Kline se consagra como uno de los mejores cómicos
del cine norteamericano, culminando una trayectoria pródiga en
interpretaciones hilarantes (basta recordar títulos como Escándalo
en el plató, Un pez llamado Wanda, por el que recibió
el Oscar al mejor actor de reparto, o French Kiss). Su expresividad
—que aquí se revela en una gestualidad magistral
y en la energía física que proporciona a su papel—,
su vis cómica y su insólita lozanía se combinan con
una gran versatilidad, que le ha permitido abordar no sólo papeles
humorísticos, sino también caracterizaciones dramáticas
tan intensas y variadas como las de Silverado, La decisión
de Sophie, Grand Canyon o Grita libertad). Al lado (y
tal vez por encima) de Kevin Kline brilla la espléndida actriz
cómica Joan Cusack, que ya mostró la eficacia de sus registros
humorísticos en Armas de mujer, Casada con todos,
Nueve meses o Two Much. En esta ocasión proporciona
a su representación de prometida candorosa y entregada —su
personaje, tal vez el más entrañable de la cinta, está
obsesionado con el régimen de adelgazamiento necesario para “entrar”
en el traje de novia— una humanidad desbordante en todos los sentidos
de la palabra.
Al lado del protagonista masculino encontramos a otros dos personajes
decisivos para entender cómo Howard Brackett evoluciona hacia una
asunción sincera y positiva de su sexualidad (lo que en la jerga
gay se denomina “salir del armario”). El primero de ellos
es un periodista homosexual, cínico pero de buena pasta, encarnado
por un Tom Selleck que sabe reírse de sí mismo (al actor
se le van notando los años) en un refrescante ejercicio de desmitificación
y autoparodia. Por su parte, Matt Dillon encarna a una joven estrella
en alza —Cameron Drake— cuya deliberada indiscreción
en la ceremonia de entrega de los Oscar desata el conflicto que da entidad
a la película; su papel, menos lucido que el de los personajes
ya citados, ofrece sin embargo una amplia gama de matices, que abarcan
desde las poses afectadas de una celebridad engreída y caprichosa
hasta la honestidad rebelde, quizás algo tópica, de las
secuencias finales.
Tanto
al guionista como al director de la película les corresponde el
mérito de haber sabido rodear a los protagonistas de un sólido
elenco de personajes secundarios, cuya presencia contribuye a dibujar
una imagen entrañable de la pequeña localidad de Greenleaf
(Indiana), donde trascurren los acontecimientos. Podríamos comenzar
destacando los personajes de los padres del protagonista —Wilford
Brimley, alejadísimo aquí del repulsivo y siniestro jefe
de seguridad que interpretaba en La tapadera, y la felizmente recuperada
Debbie Reynolds— o los alumnos del profesor Brackett,
cuya relación con éste recuerda, quizás en exceso,
a algunas escenas de El club de los poetas muertos. Tampoco podemos
olvidar a los compañeros de juergas del profesor Brackett, ni a
las amigas cotillas de su madre, ni al cartero, el peluquero o el impagable
director del Instituto (verlo tragar saliva cuando todo el pueblo se pone
en pie para defender al profesor merece el precio de la entrada). Yo quisiera
destacar de entre estas caracterizaciones dos que me han llamado la atención:
la de Gregory Jbara, que representa al hermano del protagonista, un gigantón
tonto, tierno y adorable; y la de una actriz novel —Shalom
Harlow, hasta ahora modelo—, muy atinada en su papel
de la anoréxica, lánguida, histérica y absolutamente
estúpida novia de Cameron Drake. El cuadro de actores se completa
con unos cuantos cameos que harán las delicias de los aficionados:
a las brevísimas apariciones de Whoopi Goldberg o Jay Leno cabe
añadir la actuación, algo más larga, de Glenn Close,
que lleva a cabo una actuación divertidísima en su papel
de maestra de ceremonias en la entrega de los Oscar; los sarcásticos
juegos de palabras y alusiones malvadas que el guión pone en su
boca para referirse a algunas vacas sagradas del actual Hollywood —Paul
Newman, Michael Douglas, Clint Eastwood— son dignas de la mejor
tradición satírica de la comedia.
En esta tradición hay que insertar el tratamiento burlesco del
mundo del espectáculo, el star-system hollywoodense, los
medios de comunicación sensacionalistas y la moda. En contraste
con la Arcadia feliz de Greenleaf (magníficamente ambientada y
fotografiada), cuyos habitantes constituyen el epítome del americano
amable y confiado, los actores, actrices, periodistas y modelos retratados
en el filme son, al menos en una primera aproximación, manipuladores
y egocéntricos. Por otra parte, tanto el guión como la puesta
en escena proyectan hacia el espectador frecuentes alusiones sarcásticas:
¿no recuerda la pareja de Cameron Drake y Sonia a Brad Pitt y su
ex, la delgadísima Gwyneth Paltrow?; ¿no cabría relacionar
también a la anoréxica Sonya con las modelos típicas
de las campañas de Calvin Klein, cuyo nombre, por cierto, guarda
un innegable parecido con el del actor protagonista? Está claro
que Frank Oz se mueve como pez en el agua en este terreno de la sátira
de las costumbres y los comportamientos humanos (como ya demostró
con Un par de seductores), así como en el ejercicio de la
imitación burlesca de los géneros cinematográficos
—la película es un verdadero festival paródico, con
alusiones verdaderamente envenenadas a títulos como Rambo,
Forest Gump, Nacido el 4 de julio, Corazones de hierro—,
en el cual Frank Oz ha realizado algunas sobresalientes incursiones, como
esa joya del musical gamberro que es La pequeña tienda de los
horrores.
Ya
que hablamos de musicales, habría que subrayar las evidentes relaciones
de In and Out con este género: el ritmo de la cinta (intercalada
de números coreográficos donde recuperamos, entre otras,
las arrolladoras melodías de los Village People), ciertos
tópicos argumentales (el final feliz que reúne en alegre
francachela a todos los personajes, una secuencia que le impulsa a uno
a declararse gay, sólo para disfrutar de ese desenfrenado bailongo
a los sones del “Macho Man”), o las abundantes secuencias
humorísticas, de entre las que me gustaría destacar cuatro
realmente antológicas: el curso acelerado de masculinidad que emprende
un confuso Howard Brackett al ritmo de I will survive, de Gloria
Gaynor, el inútil intento de Sonya para marcar un número
de teléfono en un aparato antiguo, el intercambio de confidencias
que protagonizan las amigas de la madre del protagonista tras la fallida
boda y, finalmente, el rapto de solidaridad de todos los habitantes de
Geenleaf con el profesor Brackett en una declaración al estilo
de “yo soy Espartaco”, que parodia la película de Kubrick
y sugiere indirectamente el hecho de que el peplum, ese epígono
más bien cutre del cine “de romanos”, es en la actualidad
uno de iconos predilectos de la cultura gay.
Al lado de las innegables cualidades de la cinta cabe apuntar algunos
defectos que disminuyen el mérito del conjunto. En primer lugar,
uno de orden narrativo: el reconocimiento por parte del protagonista de
su homosexualidad, justo en la ceremonia de su boda, constituye un clímax
argumental a partir del cual el largometraje pierde gas, tal vez por la
necesidad de encajar su discurso dentro de los moldes de la comedia y
el musical, géneros proclives al happy end. Hay que subrayar,
además, que ese final feliz resulta, hasta cierto punto, tramposo,
pues olvida voluntariamente (o al menos abandona en un inmerecido segundo
plano) a la perdedora de toda la historia, que no es otra que la señorita
Montgomery, la frustrada prometida del profesor Brackett, víctima
del engaño, de las convenciones sociales y de su propia torpeza.
La secuencia final, que nos la muestra acaramelada con un Cameron Drake
redimido de su vedettismo, no hace justicia a la pequeña gran tragedia
de esta mujer.
De hecho, todo el último tercio de la película está
teñido por un tono en exceso complaciente, de dudosa coherencia
respecto a las muestras de sana mala leche que exhibe en sus primeros
compases. En este sentido, cabe formular más de un reparo a la
ya citada secuencia en que los habitantes de Greenleaf declaran su homosexualidad
para apoyar al profesor Brackett. La secuencia ofrece resonancias chirriantes
—a mí me pareció un insólito cruce
entre Espartaco, una película que admiro, y El club de
los poetas muertos, que siempre me ha parecido un filme con demasiados
puntos débiles—, aunque también habremos
de tener en cuenta de que desde una perspectiva intertextual no carece
de virtudes humorísticas. Por otro lado, creo que la secuencia
exige demasiado de la credulidad del espectador: resulta muy difícil
de admitir que en la arcádica Greenleaf se den, a la vez, dos formas
de entender la vida tan opuestas como las de los responsables de la escuela
(quienes, por presiones de la “comunidad”, deciden despedir
a Brackett después de que éste declare abiertamente su opción
sexual), y las del resto de sus conciudadanos, todos ellos tan solidarios
y generosos. Tal vez haya una explicación: que las únicas
excepciones en este edificante modelo de convivencia cívica sean,
justamente, las del equipo directivo de su high school. Aunque,
si he de ser sincero, ésa es una explicación peregrina,
que la mayoría de espectadores —por no hablar
de los profesores de secundaria, que conocemos el percal—
no se creen ni por un sólo instante.
Para saber más
Los que quieran ampliar su información sobre esta película y sus intérpretes,
pueden buscar en las siguientes direcciones:
- The Internet Movie Database:
en esta enorme base de datos se puede encontrar abundantísima
información sobre la película, sus actores, su director
y equipo técnico, etc.
- Página oficial
de la película: la Paramount ha compuesto una página
muy interesante, con un diseño muy atractivo e información
bien elaborada.
- Kevin
Kline Online: para los devotos de este excelente actor.
Última actualización de la página:
6-12-2005
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