 |
Crónica de la última
revolución romántica:
Capitanes de abril
Mis
recuerdos de la Revolución de los Claveles son seguramente falsos
(en aquel lejano abril de 1974 todavía no había cumplido
los trece años), vagas imágenes reconstruidas a partir de
algunas impresiones fragmentarias: el eco de las canciones revolucionarias
que cantaba mi amigo Juan Carlos López Mugarza, fecundo imitador
de toda clase de lenguas y acentos, las instantáneas de los
soldados portugueses, con aquellas gorras tan curiosas, a horcajadas sobre
unos blindados que ofrecían un entrañable aspecto anacrónico,
las crónicas televisivas del hirsuto Diego Carcedo, con su dicción
estropajosa y su entusiasmo apenas contenido... Pero aunque sea falsa
mi memoria del 25 de abril, no lo es la admiración que siempre
he sentido por aquella fecha: la imagen de unos jóvenes oficiales
que se alzan contra la opresión, ocupan el poder y lo devuelven,
casi gratuitamente, a los ciudadanos no puede ser más generosa,
más romántica y admirable.
Se comprenderá, pues, que un servidor haya recibido
el estreno en España (un año después de su proyección
en Portugal) de Capitanes de abril —un título hermosísimo,
por cierto, con su concisa y elegante combinación de sugerencias
épicas y líricas, su halo romántico y juvenil—, con
alegría, agradecimiento y también con gran curiosidad, porque,
a pesar de nuestra cercanía al vecino ibérico, ocurre a
menudo que la historia, la cultura y la geografía portuguesas (¡qué
decir de su cinematografía!) nos resultan tan lejanas como las
de cualquier lejana nación asiática o africana. Y lo cierto
es que ese alejamiento es doblemente incomprensible, porque, como demuestra
la película de Maria de Medeiros, los españoles podemos
identificarnos sin ninguna dificultad con las actitudes que se plasman
en el filme: la genialidad que brota de la necesidad y la improvisación,
la tendencia a la chapuza, la cercanía entre los extremos de la
tragedia y la farsa, cierto sentimentalismo que atempera las tentaciones
de la violencia, la alegría y espontaneidad en la ocupación
de la calle...
La proximidad afectiva a los sucesos que narra la película
no debe llevarnos, sin embargo, a considerar Capitanes de abril
como un filme redondo, indiscutible. Hay en él defectos innegables
—inconsistencias en el ritmo, unos diálogos no siempre acertados,
algunas actuaciones poco convincentes—, todo lo cual no impide que el
espectador salga de la proyección con una impresión muy
favorable, que probablemente debe mucho a la sinceridad, la honestidad
y el entusiasmo que transmite la cinta, a la muy hábil reconstrucción
de época y a lo acertado del tono escogido por la directora.
En efecto, la película se caracteriza por una entonación
cotidiana y nada grandilocuente, ya que sobre el fondo coral y épico
del movimiento revolucionario se insertan historias personales, momentos
intimistas y detalles más cercanos a los moldes de la farsa o el
sainete que a los del cine histórico y político con el que
claramente está emparentada. Por otra parte, el hecho de que el
filme apoye abiertamente la acción revolucionaria no significa
que pierda su ecuanimidad y sensatez: ni los oficiales del 25 de abril
reciben un tratamiento hagiográfico, ni los partidarios de la dictadura
salazarista son sometidos al escarnio o a la ridiculización1.
Además, la sinceridad que respira toda la narración consigue
difuminar sus propios defectos; así ocurre con el guión,
que en varios momentos (sobre todo al comienzo del filme) se muestra indeciso
respecto al enfoque con que aborda la descripción de las situaciones
y de los personajes; esta indecisión, que en otras circunstancias
debería ser considerada como un evidente demérito, quizás
no lo sea tanto, y no sólo porque los aspectos tragicómicos
del relato son, por lo que he leído al respecto, bastante fieles
a la verdad histórica, sino porque proporcionan a la película
una humanidad y calidez que no suelen ser habituales en el cine político2.
Incluso admitiendo lo que pueda haber de intencionado en
este planteamiento de guión, me parece evidente que Capitanes
de abril adolece de un ritmo irregular, con altibajos que no sólo
derivan de la voluntad testimonial respecto a los hechos históricos,
en los que hubo momentos de impasse, de indefinición y de
parálisis, sino de la estructura narrativa, la cual se define por
un conjunto de acciones paralelas y alternantes que, en mi opinión,
no está del todo logrado. Asimismo, y a pesar de la naturalidad
dominante en la narración, la película se resiente en ocasiones
de unos diálogos excesivamente literaturizados, que tal vez fueran
reales, pero que resultan poco verosímiles, excesivos, demasiado
solemnes; ejemplos no faltan, como la secuencia de la discusión
del capitán Maia (Stefano Accorsi) con el mayor Gervásio
(Joaquim de Almeida) en el Largo do Carmo, mientras esperan la rendición
del presidente Marcelo Caetano.
A los fallos que acabo de anotar hay que añadir los
que se observan en el reparto, muy desigual para mi gusto3.
Algunas actuaciones son algo endebles, comenzando por la de la propia
directora, Maria de Medeiros, cuyo papel —la profesora universitaria Antónia,
esposa de uno de los conjurados— resulta confuso, impreciso e incluso
un tanto manido; por otra parte, no le ayuda nada en su credibilidad el
que se haya empeñado en doblarse al castellano a sí misma,
lo que hace que en la versión española parezca una extranjera
en su propia tierra. En cuanto a Manuel Manquiña, tan brillante
en ocasiones (siempre recuerdo su tronchante actuación en Airbag),
no consigue sobreponerse a los ya mencionados altibajos del guión.
Tampoco lo logra Fele Martínez, que a mi entender abusa de las
notas indecisas con las que caracteriza su papel del joven teniente Lobão.
Todo esto no significa que falten trabajos actorales impecables, entre
los cuales me han parecido de especial interés las interpretaciones
del actor italiano Stefano Accorsi, que da vida al generoso, valiente
y enérgico capitán Maia, y del francés Fredéric
Pierrot, quien encarna con sutileza un papel tan lleno de matices como
el del oficial Manuel Novais (el marido de Antónia, a quien ella
desprecia por colaborar con la dictadura, ignorando que es uno de los
líderes de la revolución), que forma junto con los otros
tres camaradas que ocupan la emisora de radio un cuarteto impagable, con
su mezcla de rudeza militar, caballerosidad e ingenuo optimismo. También
Joaquim de Almeida se halla muy cómodo en la piel del mayor Gervásio,
al que proporciona el adecuado tono sarcástico y descreído.
Y, como suele ser habitual en estos filmes corales, Capitanes de abril
nos proporciona la oportunidad de ver en acción a actores portugueses
tan poco conocidos como eficaces; entre ellos, Luis Miguel Cintra, que
encarna al irascible y violento general Pais con una actuación
plena de fuerza y vigor, o Ruy de Carvalho, que consigue con su brevísima
intervención un general Spínola absolutamente veraz.
Los desequilibrios del guión o la irregularidad de las interpretaciones
son, en cualquier caso, fallos de una entidad menor en comparación
con otros méritos indudables del filme, entre los cuales ocupa
un lugar muy destacado la recreación de escenarios, tras el que
se adivina un magnífico trabajo de producción. No podemos
extrañarnos del realismo con que se describen los paisajes y objetos
más característicos de la revolución portuguesa (calles,
plazas, interiores, vehículos militares), pues es evidente que
los productores han contado con todas las ayudas oficiales para lograrlo,
pero sí hay que subrayar el hecho de que la película no
tiene ese aspecto acartonado que caracteriza a tantas reconstrucciones
de época, pues tanto los sucesos como los personajes y hasta los
gestos y el lenguaje parecen brotar de la más cotidiana actualidad.
Su capacidad de convicción se ha visto muy favorecida, además,
por el entusiasmo de la figuración; en este sentido, pocas películas
pueden rivalizar con Capitanes de abril en el verismo y eficacia
de los movimientos de masas; los extras portugueses están espléndidos,
sin nada del envaramiento, la falta de convicción y las poses forzadas
que con frecuencia suelen advertirse en las recreaciones cinematográficas
de las movilizaciones populares.
Y
ya que hablamos de entusiasmo, hemos de subrayar que la película
es pródiga en secuencias de gran expresividad plástica y
de innegable intensidad emocional; podrían darse muchos ejemplos,
pero sólo citaré tres: la caravana nocturna de los vehículos
blindados que se dirigen a Lisboa para iniciar el golpe (con un magnífico
contraste, a medias irónico, a medias sainetesco, entre los tanques
pintados de verde oliva y el diminuto descapotable rojo que conduce el
mayor Gervásio), la insólita imagen del cañón
de un blindado que asoma por entre el laberinto de callejuelas lisboetas,
ante la estupefacta mirada de sus habitantes, la gallarda perspectiva
del capitán Maia caminando en solitario, sobre pulidos adoquines,
hacia las tropas contrarias a los sublevados, en un eco evidente de
Solo ante el peligro... Con su deliberada mezcla de detalles épicos,
románticos y populistas, hay varios momentos de la película
—los oficiales revolucionarios cantando Grândola vila morena en
la sala de banderas, la liberación de los presos políticos,
las escenas en que el pueblo de Lisboa aplaude y vitorea a los soldados—,
que aparecen revestidos de un aliento emotivo poderosísimo, capaz
de conmover la sensibilidad más obtusa. Además, la directora
ha tenido el buen sentido de alejar este entusiasmo ambiental de las tentaciones
del patrioterismo y la demagogia; de hecho, la alegría desbordante
evoluciona hacia el final —mediante un inteligente cambio
de focalización, que hace intervenir la voz en off de la
hija de la protagonista— hacia un hermoso tono melancólico y hasta
patético. El testimonio de la niña no sólo sirve
para hacer consciente al espectador de cuán verdadera es esa afirmación
de que “todas las revoluciones devoran a sus hijos”, sino también
para humanizar el retrato de los dos militares protagonistas, los capitanes
Maia y Novais.
Porque —hemos de destacarlo una vez más— si algún
mérito singulariza a Capitanes de abril con respecto a otros
filmes de contenido histórico-político, es su acierto al
ofrecernos una imagen de sus héroes —los militares revolucionarios—,
en la que se conjugan con toda verosimilitud las actitudes de solemnidad
épica (las menos) y el retrato de las fragilidades, las dudas y
las debilidades humanas (las más). Esta combinación, nada
fácil de administrar, se expresa certeramente a través del
sentido del humor que recorre todo el relato, a menudo muy próximo
a los tonos y actitudes propios de la farsa. Maria de Medeiros ha sabido
dotar a su película de un humor inteligente y cotidiano, que no
tiene nada que ver con los chistes cuarteleros y el tufillo militarista
de las películas norteamericanas (no falta, de todos modos, el
guiño irónico hacia el prototipo del suboficial instructor
con su batería de improperios, que nos recuerda al Lou Gosset de
Oficial y caballero o al inolvidable R. Lee Ermey de La chaqueta
metálica), sino más bien con la tradición ibérica
del sainete y el cine de Luis García Berlanga y Rafael Azcona.
La imprevisión, la espontaneidad y la juventud de la revolución
“en marcha” justifican secuencias muy divertidas —la discusión
de los cuatro oficiales que van a asaltar la emisora de radio con dos
homosexuales, mientras aquellos intentan cambiar su atuendo civil por
el uniforme militar en el interior de un pequeño automóvil,
el improvisado coro que montan los oficiales en la emisora, olvidados
por un rato de sus deberes ante las estanterías repletas de vinilos,
con el asombro consiguiente de los técnicos—, que logran comunicar
al espectador algo de la “magia”, del inimitable ambiente de
optimismo y generosidad con que aquellos hombres abordaron la arriesgada
empresa de derribar la dictadura más antigua de Europa.
Y
lo que siente el espectador (por lo menos así me ocurrió
a mí) ante este relato, ante estos personajes y sus vidas finalmente
maltrechas, es una mezcla de admiración y de envidia. Por supuesto,
admiración hacia unos auténticos héroes modernos
(quedan pocos ya) y hacia la maestría con la que han sido representados
en la pantalla; pero también una sana envidia hacia la historia
moderna de Portugal, ese vecino ibérico al que con tanta frecuencia
miramos por encima del hombro, cuya andadura democrática brota
de tan vibrante y emotiva fuente. Al lado de la legitimidad épica
de aquella breve y casi incruenta ilusión que fue la Revolución
de los Claveles palidecen los compromisos y las imperfecciones de nuestra
transición a la democracia. Ya sé que esta es una visión
excesivamente romántica y novelesca de la realidad histórica,
pero qué le vamos a hacer. Cuando uno oye la versión coral
de Grândola vila morena (pieza clave de una hermosísima
banda sonora, obra del compositor António Victorino D'Almeida),
que conserva intacta, después de tantos años, toda su fuerza
evocadora, se olvida de las complejidades del análisis político,
de las propias contradicciones ideológicas, y se deja sumergir
por la fuerza de la emoción. El cine español, a menudo tan
timorato en su acercamiento a nuestra realidad histórica reciente,
debería tomar ejemplo de lo que han logrado Maria de Medeiros y
la cinematografía portuguesa. Lástima que nos falte un 25
de abril hacia el que dirigir una mirada tan limpia e ilusionada como
la que proyecta esta entrañable película.
Notas
1. Hay, a este respecto,
una secuencia muy significativa, que sucede al final de la película:
en la escalerilla del avión que le transporta al exilio, el dictador
Marcelo Caetano se despide de uno de los oficiales revolucionarios, a
quien agradece que le haya tratado con respeto. En el rostro del depuesto
primer ministro (¡qué gran actuación la de Ricardo
Pais!) se adivina una infinita tristeza, una conciencia de lo inevitable,
pero también la dignidad de quien sabe aceptar la derrota. «
2. Pienso, por ejemplo,
en Z (1969), de Costa Gavras, una película que siempre
me ha resultado muy antipática, muy fría, y con la que,
no obstante, Capitanes de abril mantiene innegables puntos de
contacto. Por su declarado romanticismo, su final melancólico y
la verdad esencial de los tipos humanos que presenta, el filme de Medeiros
está más próximo a las formas y los tonos del cine
“clásico”, ambientado en escenarios revolucionarios.
En este sentido, me parece que ofrece interesantes paralelismos con El
año que vivimos peligrosamente (1982), de Peter Weir, o incluso
con Havana (1990), de Sydney Pollack. «
3. Probablemente haya
que tener en cuenta, como causas de este resultado, las dificultades inherentes
a la coordinación de un equipo de rodaje multinacional y el hecho
de que, según he leído, los miembros del numeroso grupo
de actores (portugueses, franceses, españoles, italianos) representaron
sus papeles en sus respectivas lenguas. «
Para saber más
Los que deseen conocer otros detalles sobre la película pueden
consultar su web
oficial, que ofrece interesante información y un completísimo
apartado gráfico. La web está editada en castellano, portugués,
francés e inglés.
Última actualización de la página:
6-12-2005
|

|