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El thriller y el
problema de la (in)verosimilitud:
Muertos comunes, de Norberto Ramos del Val
Dos
advertencias previas y un excurso teórico quiero hacer antes de
entrar en materia: la primera, que en esta reseña se revelan muchos
detalles de los vericuetos de la trama y de su desenlace; a quien tenga
intención de ver la película me permito, pues, darle un
consejo: que no siga leyendo. La segunda, que aunque el reseñador
no comulgue con determinadas posiciones ideológicas o estéticas
de las obras que reseña, eso no significa que no les atribuya un
indudable interés, como es el caso de la presente película.
Y en cuanto a la reflexión teórica, me parece imprescindible
anotarla como justificación de mis puntos de vista sobre este curioso
y en mi opinión fallido thriller del director bilbaíno
Norberto Ramos del Val. Según yo entiendo el arte cinematográfico,
hay géneros que se encuentran al margen de las exigencias de la
verosimilitud —la mayor parte de las películas
de dibujos animados, el cine fantástico— y los
hay también que toleran unas normas muy relajadas en cuanto al
respeto de lo verosímil, como puede ser el caso de la comedia o
el musical. En cambio, determinados géneros admiten de mal grado
la ruptura de ese conjunto de convenciones que, a falta de mejor nombre,
denominamos “realismo”. Creo que el thriller policíaco
pertenece a esta última categoría, pues se trata de un género
de irrenunciable vocación realista, y que por tanto debe estar
sometido a unas particulares exigencias de verosimilitud, más aún
si, como ocurre en este primer largometraje de Ramos del Val, aspira a
trazar conexiones con la realidad histórica reciente y manifiesta
un propósito nada disimulado de denuncia política.
Un rápido resumen nos descubre algunos detalles significativos de la historia: en la convencional y rutinaria Pamplona de 1973, el inspector de policía Eusebio Luquin (Javier Albalá) y su reciente compañero, el subinspector Fermín Goyoaga (Ernesto Alterio), reciben el encargo de investigar la violación y asesinato de Blanca Huete, una empleada de la limpieza de los cuarteles del Quinto Regimiento de Zapadores, que aparece muerta en las cercanías del acuartelamiento. Lo que comienza como una investigación muy condicionada por la naturaleza militar de los principales sospechosos y por los obstáculos que en la labor de los policías levanta el comandante Toledo (Adolfo Fernández), sinuoso portavoz de la unidad, acaba derivando en una oscura trama de proyectos militares secretos.
A partir de esta breve sinopsis es fácil anticipar que Muertos
comunes ofrece muchos de los rasgos prototípicos del thriller
de investigación policial. Quiero dejar bien claro que al escribir
“prototípicos” no estoy sugiriendo, al menos en principio,
un juicio de valor negativo. Más bien al contrario, pues a quienes
nos gusta este tipo de películas, nos agrada especialmente reconocer
en ellas sus rasgos distintivos. Aquí los tenemos casi todos: un
protagonista —el inspector Luquin— descreído, cínico,
grosero y primario, pero al mismo tiempo movido por un insobornable afán
de descubrir la verdad; su compañero de patrulla, el subinspector
Goyoaga, más educado, cortés y eficiente, pero también
más ambiguo; el imprescindible miembro de la policía científica,
Marcelo, con sus talentos y manías peculiares y su cachaza tan
característica (muy bien llevado a la pantalla por un espléndido
Ion Inciarte, un actor a quien habrá que seguir la pista de ahora
en adelante); ambientes insanos, opresivos y cutres, expresados a través
de una fotografía que con frecuencia adquiere unas tonalidades
deliberadamente feístas; una mujer hermosa, fatal y endurecida
por la vida —Elvira, interpretada por Luchy López, acaso
la mejor actuación del reparto—, que arrastra junto a ella
al protagonista; y, por supuesto, ambición, corruptelas, engaños
y falsas apariencias. Y además de todos esos rasgos tan fácilmente
reconocibles, otro que resulta bastante novedoso en el cine español:
el hecho de que la investigación criminal se desarrolle en un ámbito
castrense, circunstancia que aporta a la historia el dramatismo añadido
que deriva de la inevitable oposición entre las motivaciones de
los policías y los militares.
Es muy probable que los aficionados al thriller encuentren en
la sinopsis de Muertos comunes unos cuantos ecos de una cinta
norteamericana relativamente reciente: me refiero a Mulholland Falls,
de Lee Tamahori (1996), que en España se distribuyó con
el título de La brigada del sombrero, una película
que también abordaba una investigación policial en el ámbito
militar y que, al igual que esta película española, desvelaba
una siniestra trama entretejida para proteger el secreto de un programa
de investigación en armas atómicas. Mulholland Falls
y Muertos comunes no sólo tienen en común aspectos
significativos del argumento, sino también su pertenencia a lo
que casi podría considerarse como un subgénero del thriller:
las películas sobre investigación criminal que cuentan entre
los sospechosos a miembros del personal militar. Vienen ahora a mi memoria
varios títulos del cine norteamericano —mucho más
prolífico y efectivo que el español en el cultivo de estas
tramas—, como Encrucijada de odios, de Edward Dmytryk (1947),
Historia de un soldado, de Norman Jewison (1984), Más
fuerte que el odio, de Peter Hyams (1988), Algunos hombres buenos,
de Rob Reiner (1992), La hija del general, de Simon West (1999),
Toda la verdad, de Carl Franklin (2002), La presa, de
William Friedkin (2003) o Basic, de John McTiernan (2003). El
cine español apenas ha tocado esta variante del género,
de la que sólo consigo recordar un par de ejemplos: A solas
contigo, de Eduardo Campoy (1990), que si no me falla la memoria
estaba más volcada en la peripecia amorosa que en la investigación
criminal, y la entretenidísima Morirás en Chafarinas,
de Pedro Olea (1994), esta última más cercana al cine de
aventuras que al thriller en su sentido más estricto.
Esta escasez es, creo yo, muy reveladora de las limitaciones que afligen al cine español, tan habitualmente escaso de sólidas historias y de los medios de producción imprescindibles para sacar partido de las muchas zonas de sombra de nuestra historia contemporánea. Y es una lástima que Muertos comunes no haya sabido desprenderse de tales lastres, pues al menos sobre el papel, su planteamiento tenía unas cuantas papeletas favorables: una historia ambientada en una época convulsa y cambiante, muy propicia a toda clase de conspiraciones y todavía apenas explorada por nuestro cine, unos personajes claramente deudores de las convenciones del thriller, pero aun así dotados de interés y encarnados por actores solventes, diálogos y situaciones bastante aceptables en líneas generales, y un cierto tufillo sensacionalista que, aunque no sea la carta de presentación más recomendable para una película de calidad, al menos siempre excita la curiosidad del espectador.
Sin embargo, el resultado final se encuentra muy por debajo de las expectativas
creadas. En efecto, da la sensación de que Muertos comunes
hace aguas por muchas grietas: las actuaciones de los protagonistas son
muy flojas, pues Javier Albalá, siempre sobreactuado y con una
voz inconcebible, raramente consigue dar con el tono justo que conviene
al inspector Eugenio Luquin; por su parte, Ernesto Alterio no logra desasirse
de una rigidez y frialdad excesivas que, aunque impuestas por el personaje,
hubieran debido complementarse con otros matices; finalmente, Adolfo Fernández
tampoco acaba de cuajar en su papel de “malo” de película
cuya cortesía y buenas maneras sólo son la máscara
de un abyecto cinismo. Además, hay muchos detalles técnicos
deficientes: la ambientación incoherente y por momentos increíble,
un sonido directo que deja en los espectadores la incómoda sensación
de que están perdiendo agudeza auditiva, y una banda sonora de
un mal gusto supino, que en sus reiterados esfuerzos por evocar la atmósfera
musical de los años setenta acaba por irritar al espectador. No
obstante, todos estos fallos serían perdonables si no fuera porque
la justificación histórica y política de la película
resulta debilísima, tan apurada e ineficaz en su mayor parte que
casi acaba convirtiéndose en una parodia de sí misma.
Es a propósito de este último aspecto donde creo que resulta
pertinente centrar el análisis de la película, conectando
así con la reflexión que iniciaba la reseña. Ciertamente,
parece fuera de toda duda la afirmación del director respecto a
que la trama reposa sobre un hecho sorprendente pero bien documentado:
un proyecto secreto de fabricación de armas atómicas emprendido
por el ejército español a principios de los años
70, que utilizaba como material fisible el plutonio reprocesado a partir
de los desechos radiactivos de las primeras centrales nucleares (Vandellós
debía de ser la más apta para estos fines) y que habría
de culminar en pruebas que se pretendían llevar a cabo en el entonces
Sáhara español. De hecho, mi sorpresa tras ver la escena
en que se revela este secreto fue sólo relativa, pues hace ya bastantes
años que leí alguna cosa sobre estos delirios nucleares
y sobre las tensiones que se crearon entre los gobiernos norteamericano
y español por tal motivo1.
Ahora bien, una cosa es que tales proyectos existieran, y otra muy distinta
que resulten admisibles y creíbles tal como se expresan en la gran
pantalla. No creo que sea ocioso insistir en que un proyecto de desarrollo
de armas atómicas exige instalaciones, personal y medidas de seguridad
proporcionales a semejante desafío, y que por tanto su representación
fílmica demanda una puesta en escena a tono con tales requisitos,
máxime cuando la mera existencia de esa delirante ambición
atómica es, a diferencia de los planes nucleares de otros países,
una absoluta novedad para la inmensa mayoría del público.
La capacidad de representar, o al menos de evocar, el ingente proyecto
de un arma nuclear española, brilla por su ausencia en Muertos
comunes, cuya producción se me antoja notoriamente desacertada,
no sólo en las dimensiones y el alcance de los medios empleados,
sino incluso en su propia selección.
Comencemos por el principio: se afirma explícitamente que la película
transcurre en Pamplona, en el año 1973. Pero esa Pamplona de hace
treinta años, que yo recuerdo poblada de cuarteles militares que
ocupaban gran parte de lo que hoy es el centro de la ciudad, no aparece
por ninguna parte. Por supuesto, es disculpable que la producción
no haya podido recrear unos acuartelamientos ya hace muchos años
derribados y se haya visto obligada a rodar en escenarios de Madrid, Toledo
y Guadalajara (todos ellos se nombran en la correspondiente nómina
de localizaciones, de la que Pamplona y Navarra se hallan ausentes, salvo
error de lectura por mi parte), pero no lo es tanto que ni la luz, ni
los edificios, ni siquiera la vegetación y el paisaje se correspondan
con los que nos ofrece la realidad. De hecho, yo creo que cualquier espectador
mínimamente atento y con cierta capacidad de observación,
aunque no haya nacido y vivido en Pamplona ni haya hecho la mili en el
cuartel de Aizoáin (es mi caso en ambas circunstancias), se dará
cuenta enseguida que la vegetación xerófila de los exteriores
donde aparece el cadáver de la infortunada Blanca Huete y el aspecto
general de los terrenos que circundan el cuartel son propios de latitudes
más meridionales2.
Por otra parte, una de las secuencias iniciales de la película
—aquella en la que los policías acuden a una facultad o escuela
universitaria para atender la denuncia de un profesor agredido por los
Guerrilleros de Cristo Rey, secuencia clave para retratar la personalidad
del inspector Luquin, escasamente identificada con la ideología
oficial del franquismo—, muestra un escenario muy poco acorde con
las motivaciones y consignas políticas que caracterizaron el movimiento
antifranquista en Pamplona y su comarca durante los primeros años
setenta.
Se dirá que todo esto son minucias, que sólo cabe advertir
estos fallos si el que analiza la película es un PTV (un sarcástico
acrónimo local que significa “ciudadano de Pamplona de Toda
la Vida”) pertrechado con un microscopio. Supongamos que admito
el reproche, pero entonces es inevitable otra pregunta: ¿si la
exactitud en la ambientación y en el retrato de lugares y escenarios
no importan, e importa en cambio la elección geográfica
en sí misma, qué aspecto de la película obliga a
que la trama se desarrolle en una ciudad concreta? Dicho en otros términos,
¿por qué Pamplona, y no Madrid, Guadalajara o Toledo? La
verdad es que yo no encuentro ninguna razón intrínseca a
la historia, aparte de que con tal ubicación cuadran mejor los
nombres y apellidos de los policías protagonistas y se le da a
la cinta un tono “septentrional” que quizás pretendían
algunas de las entidades oficiales que han contribuido a producirla. Es
cierto que Pamplona ha sido tradicionalmente una ciudad de fuerte presencia
militar (hace tiempo que ya no lo es), pero su situación en los
primeros años setenta, sin instalaciones nucleares próximas
ni una infraestructura industrial o de investigación digna de tal
nombre, hace difícilmente concebible que en sus cuarteles se llevaran
a cabo actividades de investigación y desarrollo de armamento atómico.
Tal
vez la selección de Pamplona hubiera dado juego en otro sentido,
como ejemplo de ciudad provinciana, mantenedora de valores morales y sociales
muy conservadores, sobre todo en la época que la película
representa, y cuya plácida apariencia estaba sometida a tensiones
subterráneas debidas a la acción de los movimientos antifranquistas
y de los primeros brotes del terrorismo etarra. Pues bien, aunque la película
apunta algunos detalles en tal sentido, éstos son tan limitados
y timoratos que hay que hacer un esfuerzo para percibirlos e interpretarlos.
El conservadurismo y la hipocresía social pamploneses se aprecian
en la relación entre el inspector Luquin y su novia Charo, mantenedores
de un noviazgo eterno, de cuya rutinaria frustración se desahoga
el policía en sus visitas a prostíbulos y a través
de su relación con la esposa de uno de los alféreces sospechosos
del crimen. Por su parte, la amenaza del terrorismo nunca aparece de forma
explícita, aunque tal vez pueda sobreentenderse en las razones
absolutamente pueriles que esgrime el subinspector Goyoaga cuando Luquin
le pregunta el porqué de haber dejado su plaza en Bilbao y solicitado
un cambio de destino. Ahora bien, estos ejemplos de lo que podríamos
considerar un “retrato de época” se desarrollan a un
nivel muy superficial, casi anecdótico, sin que en ningún
momento lleguen a integrarse en el discurso de denuncia al que el filme
parece aspirar.
Y lo cierto es que tales insuficiencias o autolimitaciones de la película
dan al traste con sus potencialidades. El ejemplo más claro de
este fracaso es para mí el personaje del inspector Luquin, un carácter
que se halla en la estela de los detectives característicos del
cine negro, y cuya brusquedad, cinismo y falta de respeto hacia los convencionalismos
(por cierto, creo que sus maneras son excesivas para la época;
tengo muchas dudas de que un comisario de policía o un comandante
del ejército del año 73 toleraran el trato que les dispensa
Luquin) ofrecían un buen punto de partida para una mirada crítica
y esclarecedora sobre la realidad de su época. Sin embargo, la
actuación de Albalá se pierde en el tremendismo y el exceso,
y su interesante evolución desde un ejercicio simplemente rutinario
del oficio —él es el chico de los recados” que hace
el trabajo sucio que le encargan sus jefes— hasta el compromiso
más exigente con la verdad no resulta tan sólida y ejemplar
como hubiera sido necesario.
Desde el punto de vista de los planteamientos narrativos y de la estructura
del guión también se pueden formular reproches muy serios.
Nada tengo en contra de una trama con abundantes vaivenes, pues tal recurso
es perfectamente legítimo en el género, más aún
cuando, como ocurre en esta historia, se narra una investigación
criminal que si avanza a trompicones y en direcciones erróneas
es porque hay gente interesada en ponerle palos en las ruedas. De hecho,
mientras la trama se mantiene en el terreno de la investigación
convencional, es bastante creíble, a pesar de sus efectismos y
retorcimientos. Incluso gana en interés en cuanto se vislumbran
los primeros indicios de que la radioactividad tiene algo que ver, pues
el espectador se ve acuciado por la curiosidad de saber cómo va
a encajar este descubrimiento en la secuencia de los hechos y en las motivaciones
de los protagonistas. Sin embargo, la resolución del caso es insatisfactoria
a la par que inverosímil, y no porque falten indicios de que las
cosas no son como parecen —el subinspector Goyoaga
“huele mal” antes de que se revele como traidor a su compañero,
y lo mismo cabe decir del comandante Toledo, cuya facundia y maneras tan
educadas llevan enseguida al espectador a sospechar que no es trigo limpio—,
sino porque su presentación resulta tan torpe como inadmisible.
La secuencia clave de la película, que es aquella en el comandante
Toledo —una especie de factótum omnipresente,
que desempeña funciones de relaciones públicas, responsable
de seguridad y ejecutor implacable de las decisiones de sus siempre invisibles
jefes— justifica sus acciones y explica todo el proyecto
militar secreto, tiene lugar en forma de una especie de discurso patriótico-geopolítico-sociológico,
que el militar entona con arrogancia típicamente cuartelera, mientras
tiene a sus pies a un desvalido Luquin. Para mi gusto, esta secuencia
no es otra cosa que un desplante torero, un brindis al sol, un efectismo
impropio de una película que se pretende seria3.
Que a continuación aparezca en escena el comisario (un Fernando
Delgado tan borroso como incongruente), para reparar la traición
a sus deberes policiales y librar a Luquin de una muerte más que
previsible (¿cómo ese comisario tan poco dinámico,
tan mayor, ha sido capaz de burlar, armado con una escopeta de cañón
doble, la vigilancia de los centinelas del cuartel?), y que finalmente
la desesperada situación de Luquin se arregle mediante la intervención
de un par de deus ex machina —un agente norteamericano
con una pronunciación de chiste y un general español de
aspecto y ademanes que recuerdan a los de Santa Claus— no son sino
la culminación de la serie de despropósitos con que culmina
el desacertadísimo tramo final de la película.
Ahora bien, ahí no acaba todo. En realidad, el colmo de la inverosimilitud
y de la falta de respeto al espectador se producen fuera de la trama,
en los rótulos que cierran la proyección y tiñen
toda la historia que acabamos de presenciar con una intención más
que discutible. Pues en ellos se nos dice no sólo que en España
hubo un proyecto secreto de construcción de armas nucleares durante
los años finales del franquismo (ya sabemos que, por muy asombroso
que resulte, tiene todos los visos de ser cierto), sino que al día
siguiente de que el almirante Carrero Blanco se negara a ceder a las presiones
norteamericanas que le impulsaban a firmar el Tratado de No Proliferación
de las Armas Nucleares (conocido como TNP), una bomba acababa con su vida.
Aquí tenemos un mecanismo clásico del razonamiento insidioso,
un típico ejemplo del argumento basado en la mera yuxtaposición
temporal de sucesos (lo que se conoce como post hoc, ergo propter
hoc). En efecto, ¿qué se quiere sugerir con esta secuencia
de hechos, que la última responsabilidad del magnicidio no le correspondía
a ETA, sino a algún oscuro servicio secreto extranjero? ¿Que
no se le asesinó por ser el jefe del Gobierno franquista, sino
por empeñarse en llevar a cabo un descabellado programa de armamento
atómico? Y, por último, ¿que la muerte de una chica
de la limpieza, de su padre, de tres alféreces presos en un calabozo,
del suboficial encargado de su custodia, de un capitán médico
y de un miembro de la policía científica (o de sus anónimos
e improbables equivalentes en el mundo real) fueron el resultado deliberado
y preciso de aquella megalómana ambición? Francamente, aun
bajo el paraguas protector de una declaración tópica al
estilo de “esto es una ficción y cualquier parecido con la
realidad es pura coincidencia”, yo creo que hay que tener mejores
argumentos que los que exhibe la película para permitirse semejantes
insinuaciones.
Insinuaciones
que a mi modo de ver no son simplemente el resultado de un exceso de confianza
o de la desfachatez propia de un director novel que se ha propuesto épater
les bourgeois. Ramos del Val parece haber querido dar un sesgo claramente
político a su película al manifestar públicamente
su disgusto porque la televisión del PP no quisiera subvencionarla
(decisión que, a la vista de los resultados, no parece enteramente
descabellada), con lo cual convierte en un problema de libertad política
lo que no es más que un fracaso de capacidad artística.
La subsiguiente catarata de declaraciones de director, intérpretes
y demás miembros de la producción en torno a las concomitancias
del filme con temas de actualidad como la guerra de Irak o los malos tratos
hacia las mujeres, tampoco contribuyen a poner las cosas en su sitio (claro,
quién va a declararse en contra de una peli que denuncia el peligro
de proliferación nuclear o que presenta a una mujer asqueada de
un marido chulo y violento)4.
Y por si todo esto no fuera suficientemente turbio y confuso, añadamos
la circunstancia de que en la producción de esta película
han participado entidades como el Grupo PRISA, la EITB o el Gobierno Vasco,
cuyos motivos para meter el dedo en el ojo a la política del PP
son bastante obvios. Claro que al hacerlo no se han limitado sólo
a llevar el agua a su molino, o a apoyar la obra primeriza de un director
vasco (probablemente las dos últimas instituciones se sentían
obligadas a hacerlo), sino que han contribuido a poner en práctica
lo que en mi modesta opinión constituye un ejercicio irresponsable
de manipulación de la opinión pública5.
Notas
1. Creo que la revista Defensa,
que mi hermano y yo consultábamos para documentar los detalles
técnicos de nuestras maquetas de tanques y aviones, mencionó
varias veces este asunto en los años ochenta. El lector interesado
puede leer un reciente e interesantísimo artículo de Juan
C. de la Cal y Vicente Garrido, “La bomba atómica que Franco
soñó”, en http://www.el-mundo.es/cronica/2001/CR295/CR295-12.html.
«
2. La verdad es que en este ámbito
la película resulta deliberadamente imprecisa, y aun confusa, pues
no deja claro si los experimentos que han irradiado a varios oficiales
se han llevado a cabo en Pamplona o en otros lugares (de pasada se menciona
la base de Torrejón). Varias veces se muestra la puerta de una
nave del cuartel, vigilada como si tras ella se escondiera un secreto
de Estado, pero la instalación tiene una pinta de lo más
convencional y anodina. Por otra parte, cabría admitir que los
escenarios que aparecen en la película correspondan, por su sequedad
y por la configuración del terreno, a los del polígono de
tiro aéreo de las Bardenas Reales, pero tampoco hay mayores precisiones
en tal sentido, por no mencionar el hecho de que dichas instalaciones
militares no se hallan precisamente cerca de Pamplona, sino a más
de 80 kilómetros de distancia. Hay en el guión, además,
algún fallo clamoroso de precisión geográfica, como
una frase que me parece recordar pronuncia el comandante Toledo refiriéndose
a una“ casa del faro” situada a 30 kilómetros de la
ciudad. Si se me permite el chiste, diría que a los habitantes
de Pamplona, tan orgullosos de nuestra ciudad y tan envidiosos de las
delicias de San Sebastián, ya nos gustaría tener la costa
a tan pequeña distancia. «
3. Compárese con
la secuencia análoga de Mulholland Falls, en la que el
general Timms (John Malkovich) confiesa ante el inspector Hoover (Nick
Nolte) las razones de seguridad nacional que justifican el sacrificio
de inocentes. No es que los motivos de Timms sean mejores que los de Toledo,
sino que el planteamiento narrativo está mucho más logrado:
quien confiesa no es un simple comandante, sino todo un general revestido
de la autoridad que le concede su rango y su conocimiento científico;
además, su declaración está exenta de arrogancia
y patrioterismo, y su elegante cinismo resulta mitigado por el recuerdo
apasionado de la joven cuyo asesinato motivó la investigación
de la policía. Y qué decir de la puesta en escena de la
película de Tamahori, pausada, luminosa, refinada, todo lo contrario
de la nocturna, violenta y desgarrada soflama de Toledo. «
4. Veánse, por ejemplo,
los recortes de prensa incluidos en los PDF que se pueden descargar en
la web oficial
de la película, o la reseña de la película en
Terra.
Un completo reportaje sobre el filme, bastante coincidente con mi propia
valoración, puede leerse en Ya.com.
También tiene interés, pues toca el asunto de la verosimilitud,
la brevísima reseña de Antonio Weinrichter en ABC.
Por último, y aunque no estoy muy de acuerdo con ella, creo que
hay que recomendar la favorable crítica de Emilio Martínez
Borso en Miradas
de cine, que aporta algunas ideas muy sensatas. «
5. Ya sé que no soy nadie para
dar consejos, pero las mismas entidades que han apoyado la película
de Norberto Ramos del Val tienen a su alcance una historia apasionante
y probablemente más sólida, en la que podrían combinar
ingredientes no del todo ajenos a los de Muertos comunes: un
oficial vasco del ejército español, el Sáhara occidental,
las intentonas golpistas de la transición y el terrorismo etarra.
Me refiero al episodio que relata Fernando Reinlein sobre el entonces
capitán Carlos Díaz Arcocha —asesinado por ETA en
1985, cuando era superintendente de la Ertzaintza—, y otros camaradas
de armas, en un libro de lectura apasionante, Capitanes rebeldes,
Madrid, La Esfera de los Libros, 2002, pp. 80-82. «
Última actualización de la página:
6-12-2005
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