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De nuevo a las puertas del fin del mundo:
28 días después, de Danny Boyle
En
alguna otra reseña he recordado la experiencia del salón
del colegio de los Escolapios de Pamplona, cuyos programadores nos ofrecían,
en condiciones un tanto precarias pero siempre entusiastas, magníficas
muestras del cine de finales de los 60 y principios de los 70. Entre las
películas que vi por entonces y que me dejaron una huella más
perdurable destaca El último hombre vivo sobre la tierra,
una de aquellas fantasías apocalípticas tan características
de la época, en las que lucía palmito el ahora denostado
Charlton Heston1.
Si traigo a colación aquella cinta2
no se debe sólo a su cercano parentesco con 28 días
después, sino porque seguramente constituye el primer recuerdo
de un subgénero que siempre me ha producido especial fascinación:
las películas sobre el fin del mundo. No me refiero a ese vulgar
cine de catástrofes, con su interminable y repetitiva saga de terremotos,
asteroides, inundaciones o volcanes empeñados en arrasar la faz
de la tierra y apabullar al espectador con una exhibición de efectos
especiales. Me interesan mucho más, en cambio, esas otras películas,
generalmente más modestas y discretas, que muestran el drama de
seres humanos enfrentados con la ruina de la civilización y, a
menudo, con la derrota de su propia condición humana3.
Y seguramente mi atracción por ellas procede del hecho de que en
esta situación prototípica —la del hombre
aislado o el pequeño grupo de sobrevivientes, agobiados por un
invencible sentimiento de culpa y enfrentados a un entorno hostil—
siempre he reconocido una representación exacerbada y delirante
de mis propios miedos y temores.
Por todo ello he acogido con satisfacción 28 días después,
una película británica que ha llegado a nuestras carteleras
un poco de tapadillo, sin la bambolla y la fanfarria publicitaria que
acompaña a los grandes estrenos de Hollywood y a las que tan aficionado
suele ser el cine catastrofista. De hecho, no presté particular
atención cuando la vi en la cartelera (creo que el póster
anunciador, con el ya manido icono de peligro biológico y su involuntario
guiño al rostro del archivillano Darth Maul, resulta tan truculento
como falto de ingenio), y sólo los consejos de un conocido de cuyo
buen criterio cinematográfico suelo fiarme me animaron a pasarme
por la taquilla. Ciertamente, no lo hice sin alguna prevención,
pues mi experiencia previa con otras películas del director británico
Danny Boyle fue más bien esquizofrénica: de los dos filmes
suyos que he visto, el primero, Trainspotting, me pareció
muy atractivo, aunque al mismo tiempo irritante, mientras que el otro,
La playa, sólo consiguió aburrirme.
Y ciertamente esa relación esquizofrénica se ha reproducido
tras ver 28 días después, pues aunque sea una película
que para el aficionado al género de ciencia ficción apocalíptica
tiene un indudable interés, su planteamiento estético —que
también constituía una de las señas de identidad
de la famosísima Trainspotting— se me antoja cuando
menos discutible. Volveré sobre este asunto más adelante,
porque antes quisiera detenerme en algunos aspectos del argumento y de
la estructura narrativa. 28 días después parte
de una premisa muy llamativa —la difusión de un virus creado
en laboratorio induce en los seres humanos un estado de rabia feroz que
les lleva a perder cualquier rastro de humanidad y convertirlos en bestias
asesinas—, narrada en una secuencia prólogo tan inquietante
como histérica. Tras una brusca elipsis (los 28 días del
título), la historia se focaliza en el personaje de Jim, un joven
mensajero que despierta en su cama de hospital tras haber sido atropellado,
para descubrir con espanto que la ciudad de Londres se ha convertido en
una ciudad desierta, llena de basura y de los indicios de una apresurada
y caótica evacuación. El vagabundeo de Jim por este Londres
de pesadilla le lleva a descubrir a los zombis homicidas, de quienes le
salvan dos jóvenes todavía no afectados. Tras algunas terribles
peripecias, finalmente se forma un grupo organizado de supervivientes,
del que forman parte Jim, la audaz y hermosa Selena y la pequeña
familia formada por Hannah y su padre Frank. Los cuatro escuchan en la
radio una proclama de un destacamento militar, que anima a los todavía
no afectados por el virus a que se reúnan con ellos y se pongan
bajo su protección. Tras arduas pruebas, conseguirán llegar
al puesto militar, sólo para descubrir que el orden prometido no
es más que una delgada película que apenas oculta la brutalidad
primaria de un grupo de soldados asediados, al mismo borde de la desesperación.

Aunque la película se basa en un guión original
de Alex Garland, el aficionado verá en ella ecos clarísimos
de La hora final, El último hombre vivo o Doce
monos. No obstante, en ninguno de estos antecedentes aparece un detalle
que resulta esencial en la obra de Boyle: la infección destruye
la humanidad del infectado en unos veinte segundos (una virulencia imposible,
según la opinión de algún médico a quien he
consultado, lo cual no impide que podamos aceptarla como una licencia
narrativamente verosímil), circunstancia que refuerza en gran medida
la intensidad dramática de la historia, ya que los protagonistas
no tienen otro remedio que matar de la forma más inmediata posible
a los afectados por ese súbito síndrome rabioso, sin ninguna
consideración a los lazos de amistad o parentesco que les unieran
con ellos. El recurso a la fuerza más primaria y elemental, por
tanto, queda configurado ya desde el primer tramo de la película
como la única estrategia válida para la supervivencia y,
lo que resulta más paradójico, la única salvaguardia
de la racionalidad y la humanidad. El crescendo de horripilante
violencia que se sucede a partir de la llegada de los protagonistas al
puesto militar es, desde este punto de vista, a pesar de sus efectismos
y su afiliación a las convenciones del gore, completamente
coherente con la situación creada por el filme desde su inicio.
De hecho, hay que poner de relieve que, aunque 28 días después
sea una de las películas con mayor efusión de sangre y más
actos de violencia y crueldad de los últimos años (vómitos
de sangre y evisceraciones, muertes a mordiscos, a machetazos, con bates
de béisbol, el asesinato de un niño), todo ello responde
a un propósito digno de consideración: la reflexión
sobre las causas y efectos de la descomposición del orden social.
Pues en efecto, cabe considerar la película como una fábula
moral, en la que Danny Boyle muestra no sólo los peligros inherentes
a la investigación científica irresponsable, sino también
el resultado sobre la conducta humana de la desaparición de los
frenos que las instituciones imponen a los instintos primarios, o las
perversiones que dichas instituciones sufren cuando pierden su sentido
y función.
Vista desde tal perspectiva, la película muestra una complejidad
innegable, y en el fondo una ambigüedad digna de un análisis
detallado. Comencemos por las causas del desastre, que la historia atribuye,
como ya casi resulta tópico en la narrativa y el cine contemporáneos,
a los desmanes de una compañía biotecnológica, pero
también, y en no menor medida, al fanatismo de un grupo de activistas
pro derechos de los animales, que no dudan en abrir la devastadora caja
de Pandora, a pesar de las angustiosas advertencias del técnico
de control, durante su asalto al centro de investigación donde
se encuentran los primates portadores del virus. Lejos de cualquier angelismo
anti-sistema, Danny Boyle parece compartir aquí la sarcástica
pregunta retórica que el personaje interpretado por Ben Kingsley
hiciera ya en Sneakers: “¿quién salvará
al mundo? ¿Greenpeace?”. Y es curioso comprobar cómo
a pesar de la juventud y, en cierta medida, la marginalidad, de los líderes
del grupo de supervivientes —Jim no deja de ser un trabajador manual
y no creo que sea una casualidad que la farmacéutica Selena sea
una joven de color— apenas se vislumbran atisbos de contestación
contra el sistema que ha hecho posible el holocausto (en esto la película
toma un camino muy distinto al de El último hombre vivo,
donde los zombis intentaban crear una nueva civilización ex
nihilo, hasta el punto de considerar al superviviente no infectado
como el responsable de la hecatombre y el auténtico monstruo de
la historia). Por el contrario, el germen del “nuevo mundo”
precariamente construido por los protagonistas de 28 días después
busca obsesivamente reencontrar los valores que daban sentido al viejo.
Es cierto que son valores con los que cualquier persona podría
identificarse —el amor, la solidaridad, el respeto a la dignidad
de la persona, la calidez de la vida familiar, la valoración de
la naturaleza—, pero también que tales valores se expresan,
no sé si irónica o admirativamente, en torno a ciertos objetos
y escenarios representativos de las más acendradas tradiciones
británicas, como el viejo taxi negro en que los protagonistas viajan
hasta el puesto militar, o el cottage donde los tres supervivientes
esperan afanosamente su rescate.
Uno de los valores a que acabo de referirme, la armonía
de la vida familiar y su casi imposible recuperación, es un motivo
central de la película: Jim, el protagonista, insiste, a pesar
de los peligros que su deseo entraña, en regresar a casa de sus
padres para darles un entierro digno, propósito que logra, pero
a costa de la vida de uno de sus salvadores. Selena, después de
una etapa inicial en que se comporta como una individualista feroz (y
ciertamente su individualismo, machete en mano, es tan efectivo como contundente),
acaba manifestando su admiración hacia el núcleo familiar
de Frank y Hannah y aceptando la necesidad de la solidaridad y el compañerismo.
Por último, la conversión de Jim en una irresistible máquina
de matar se explica por su deseo de proteger la dignidad de las dos mujeres
de su pequeña familia, amenazada por la lujuriosa brutalidad de
los militares4. La
secuencia final de la película, con Jim, Selena y Hannah atareados
en confeccionar un dispositivo para llamar la atención de sus rescatadores,
es casi un canto lírico a la vida familiar, incluso aun cuando
la “familia” sea tan peculiar como la de estos tres náufragos
de una civilización destruida.
Gran parte de la carga crítica de la película se localiza
sobre el estamento militar5,
pero también en relación con él se presentan algunas
ambigüedades. Los cuatro protagonistas acuden a la llamada de los
militares guiados por un natural deseo de protección y seguridad,
a pesar de que el comunicado castrense les resulta algo extraño.
La primera intervención de los soldados se manifiesta como espera
el espectador: disciplina, eficacia profesional, organización.
Pero enseguida se observan notas discordantes: la expresión de
anhelos sexuales crudamente insatisfechos (los soldados han vestido al
más joven de ellos, que ejerce de cocinero, con un delantal lleno
de perifollos, y lo tratan como si fuera una mujer), y una crueldad que
no tiene nada de profesional, puesta de manifiesto en la terrible secuencia
en que el mayor West presenta a Jim lo que llama “el secreto de
la enfermedad”, y que no es otro que un soldado negro (tampoco en
esta ocasión creo que la elección de la raza sea casual)
sujeto a la pared por una cadena de perro, sin otra finalidad que la de
que el oficial compruebe cuánto cuesta que un afectado por el virus
muera de hambre. La película muestra crudamente lo que es la vida
militar sin el alivio de las expansiones civiles: un mundo donde la autoridad
se convierte en tiranía y los hombres se reducen a sus apetitos
más bajos y brutales6.
El espectador no puede sino aborrecer a estos soldados (con la excepción
del sargento Farrell y el cocinero, que conservan sus escrúpulos
de conciencia y con ellos el vínculo con la humanidad que los demás
han perdido) y sin embargo, sus valores más abyectos son asimilados
por el protagonista, Jim, cuando tras sobrevivir a su fusilamiento y comprobar
—no diré cómo, para no revelar el desenlace—
que todavía queda un rayo de esperanza para la especie humana,
se transforma definitivamente en un ser poseído por la furia y
el deseo de aniquilación de sus enemigos, a quienes va eliminando
con las mismas armas y estrategias que son el signo de su profesión.

Cuando por fin los protagonistas consiguen librarse del yugo militar,
el espectador esperaría que jamás volvieran a verse las
caras con el ejército. Y sin embargo… No quiero desvelar
el final —adelantaré que es un final feliz—, pero en
él desempeñan un papel esencial los militares y los artefactos
destinados a la guerra. Su sentido es ambiguo, creo yo: no me parece que
se pueda dudar de la sinceridad de la crítica expresada en el filme
hacia el estamento militar, pero al mismo el relato reconoce de forma
implícita lo inevitable de una organización consagrada al
ejercicio institucionalizado de la violencia. Y tras lo visto en la pantalla,
no es posible sino considerar que tal violencia es un rasgo connatural
a la especie humana, y lo que resulta más terrible (o más
cínico), un instrumentoimprescindible, en el proceso de civilización.
En el mundo dislocado y hobbesiano que describe 28 días después,
no sólo reza la máxima de que hay que matar para que a uno
no le maten, sino que la violencia organizada, racional, si es que cabe
expresarlo así, es el único remedio contra la animalidad
ciega y sin motivación.
Estoy seguro de que más de un espectador habrá considerado
el desenlace como decepcionante o convencional; tal vez, pero desde luego
no es inconsistente, pues a lo largo de la película hay algunos
indicios que lo sustentan; además, el deseo de supervivencia de
Jim, que permite la salvación de su grupo, sería incomprensible
sin la previa percepción de uno de esos atisbos de esperanza. Ahora
bien, aunque no injustificable, en mi opinión este desenlace positivo
rebaja la intensidad dramática de la historia, ya que reduce la
peripecia de los protagonistas a una situación y a un modelo narrativo
muy distintos a los de los relatos apocalípticos. Tras ver la secuencia
final, comprobamos que se ha operado una reconfiguración de su
núcleo dramático: desde la historia del fin del mundo a
una historia de náufragos. Y no es lo mismo, claro que no, pues
toda historia de náufragos se circunscribe por su propia naturaleza
a un espacio limitado, al que se puede acceder desde el exterior para
llevar a cabo el inevitable rescate. La esperanza es una condición
previa de los relatos de náufragos, y en cambio su negación
o su improbabilidad se hace requisito imprescindible en los relatos del
fin del mundo.
Con lo dicho hasta aquí creo demostrado que a 28 días
después no le es aplicable el reproche habitual —la
delectación en el tratamiento de una violencia gratuita y efectista—
con que se suele motejar a las películas que hacen de la exposición
de la violencia y el horror su exclusiva seña de identidad. Sin
embargo, hay otras críticas que sí me parecen más
justificadas, y que tienen que ver, como ya apuntaba al principio de esta
reseña, con los planteamientos estilísticos del director.
Estoy seguro de que las elecciones de Boyle a este respecto —el
tratamiento desasosegante de los movimientos de cámara, las angulaciones
aberrantes, los picados y contrapicados, el montaje dislocado y abrupto,
los violentos contraluces, el granulado muy visible y la sobreexposición
del color— responden a un propósito específico, que
no puede ser otro que el de provocar la ansiedad y la inquietud en el
espectador, y hacerlo pasar por el mismo estado de choque que afecta a
los personajes y singularmente al protagonista. Mis objeciones no responden
a la ineficacia de este tipo de planteamiento estético —que,
en esta película logra sus objetivos, aunque sea a costa de un
esfuerzo y continuo por parte del espectador—, sino al hecho de
que su repetición, su conversión en una especie de cliché
de supuesta modernidad o audacia en el cine de estos últimos años,
presenta el riesgo evidente de sepultar la individualidad e interés
intrínsecos de las historias bajo una capa de artificiosa novedad,
que las hace a la postre mutualmente indistinguibles7.
Por otra parte, este cine tan visualmente hiperactivo y fragmentario deriva
en muchos casos en historias superficiales, frías y vacías
de emotividad, que no conceden al espectador un segundo para la reflexión
sobre lo que está viendo y sintiendo.
Si 28 días después no incurre plenamente en tales
defectos ello se debe a que a lo largo de su transcurso aparecen significativos
intervalos de reposo, donde el espectador puede percibir la intimidad
de los protagonistas, su estupor y sufrimiento. Todas las críticas
que he leído coinciden en señalar lo impresionante de esos
planos generales de un Londres desierto e incomprensible, por el que vaga
Jim, todavía con su pijama de hospital (estremecedora la escena
en que el protagonista comprende, leyendo los avisos depositados en un
tablón de anuncios de Piccadilly Circus, lo que ha ocurrido), o
del episodio de la llegada a Manchester, morosamente narrado mediante
un plano-secuencia con grúa, cuyo lento ascenso acaba mostrando
el horizonte de la ciudad presa de las llamadas de un gigantesco incendio.
Sin embargo, estas escenas, admirables por muchos conceptos8,
no dejan de ser un tópico del cine apocalíptico, y un recurso
que ya hemos visto en otros filmes recientes (Tesis, de Alejandro
Amenábar, por ejemplo). Yo prefiero las secuencias, generalmente
de interiores, donde se atisba el sufrimiento íntimo de los personajes;
así, por ejemplo, el momento en que el protagonista llega a la
habitación de sus padres y descubre sus cadáveres, a los
que cubre pudorosamente con una sábana, o toda la secuencia en
el piso donde se refugian Hannah y Frank, que permite observar la estrecha
relación entre padre e hija y la conmovedora mezcla de fortaleza
y vulnerabilidad de ese personaje que interpreta magistralmente Brendan
Gleeson. También me gustaría destacar alguna secuencia muy
ingeniosa y de gran impacto visual, como la de la azotea del edificio
donde habitan Hannah y Frank, cubierta de recipientes para recoger agua;
ese plano sorprendente de una gran superficie atestada de cubos de colores,
vacíos a causa de la sequía, muestra como ningún
otro la insignificancia de los esfuerzos de los hombres frente al completo
colapso de la civilización.
Danny Boyle sabe sacar gran partido de los contrastes estéticos,
distribuidos con gran eficacia a lo largo de toda la película.
Esa escena intimista en casa de los padres de Jim que acabo de citar se
interrumpe bruscamente con la violentísima irrupción de
los zombis sanguinarios, lo cual crea un efecto de terrible desasosiego.
Y en varios momentos del viaje hacia Manchester, la cámara exhibe,
en oposición a los deprimentes y ruinosos escenarios urbanos, bucólicos
paisajes campestres, con caballos y ovejas que disfrutan de su libertad
tan inesperadamente lograda. Pero donde el contraste se hace más
evidente, significativo e irónico es en la parte final de la película,
que transcurre en una de esas grandes mansiones tan características
de la campiña británica, con cuidados jardines, ricas estancias,
cuadros escultóricos y lujosos vestidos, convertido ahora en una
especie de reducto fortificado. Ese escenario refinado y de resonancias
clásicas —me pareció advertir entre las esculturas
una reproducción del Laocoonte, aunque no estoy del todo
seguro— no puede resultar más sarcásticamente contradictorio
con la abyección que en él se despliega.

Por último, quiero hacer una mención del cuadro de actores
que protagonizan la película. La mayoría son poco o nada
conocidos del público español, lo cual proporciona a la
historia una verosimilitud y cotidianidad que probablemente no lograría
con caras más famosas. Todos resultan muy convincentes: Cillian
Murphy como Jim, en una actuación que evoluciona desde el estupor
inicial a un dinamismo salvaje; la muy atractiva Naomie Harris —Selena—,
capaz de una agresividad casi inhumana y al mismo tiempo de una calidez
enormemente seductora; Christopher Eccleston, que representa el papel
del mayor Henry West concediéndole un aire aristocrático
y una deshumanizada frialdad muy propias del desengañado militar
al que encarna; finalmente, Brendan Gleason, seguramente el más
famoso de todos los miembros del reparto —lo hemos
visto en Braveheart, en Inteligencia Artificial, en
Gangs de Nueva York, casi siempre en papeles secundarios—,
un actor que con su físico corpulento y algo tosco consigue proporcionar
a su personaje del taxista Frank una sorprendente variedad de tonos y
matices. Gente corriente, tipos del todo ajenos a los estereotipos heroicos,
caras que podríamos encontrarnos en la calle todos los días,
supervivientes casi a su pesar de una pesadilla que en su lúcido
delirio nos muestra el rostro más terrible de la condición
humana.
Notas
1. Es injusto fijarse sólo en
el penoso espectáculo de un Chartlon Heston convertido en emblema
de la ideología reaccionaria más cerril y olvidar en cambio
que fue un actor sólido en todos los sentidos de la palabra y protagonista
de momentos inolvidables del cine contemporáneo. Quién no
se ha conmovido con la imprecación final de Heston en la que quizás
sea la más famosa película sobre el apocalipsis de la humanidad,
El planeta de los simios (1968). «
2. El último
hombre vivo está basada en la novela I am legend
(1954), de Richard Matheson, una obra que ha servido al menos para tres
versiones cinematográficas. La más conocida es la que yo
recuerdo, originalmente titulada The Omega Man (1971) y dirigida
por Boris Sagal, pero hay también otras dos adaptaciones que no
creo haber visto: una producción italo-americana de 1964, L'ultimo
uomo della Terra, dirigida por Ubaldo Ragona y Sidney Salkow, y Soy
leyenda, película española de 1967, dirigida por Mario
Gómez Martín e interpretada por Ana Castor y Moisés
Menéndez. Aquí no acaba la singular fortuna del relato de
Matheson, pues por alguna parte he leído que otro especialista
moderno en el género de la ciencia ficción, Ridley Scott,
se hallaba interesado en una nueva versión de la historia, esta
vez con Arnold Schwarzenegger en el papel que en su día interpretó
Charlton Heston. Los interesados en el género agradecerán
saber que hay dos recientes ediciones en castellano (2001) de Soy
leyenda, en Minotauro y Círculo de Lectores. «
3. Es el cine representado
por títulos como Cuando los mundos chocan (Rudolph Maté,
1951), La hora final (Stanley Kramer, 1959; aprovecho la oportunidad
para rendir homenaje a Gregory Peck, uno de mis actores favoritos, que
falleció en el mes de junio de 2003), Kamikaze 1999 (Luc
Besson, 1984), Doce monos (Terry Gilliam, 1995) o incluso el
primer Mad Max (George Miller, 1979). Este género mantiene
una relación estrechísima con la narrativa de ciencia ficción,
la cual ha tratado con frecuencia el tema del fin de la civilización
en títulos como El día de los trífidos,
de John Wyndham (1951), El mundo sumergido (1962), La sequía
(1965) y El mundo de cristal (1966), de J.G. Ballard, o El
nacimiento de la república popular de la Antártica,
de John Calvin Batchelor (1983), por citar sólo un puñado
de títulos que me son cercanos. Por otra parte, parece que la película
de Danny Boyle ha creado escuela, como demuestra el reciente estreno de
la nada desdeñable, Amanecer de los muertos (2004), del
director norteamericano Zack Snyder (los interesados pueden consultar
una buena reseña
de Miguel Á. Refoyo en La Butaca), con un planteamiento argumental
y estético muy próximo al de 28 días después,
aunque bastante más deudora que esta última de las convenciones
del gore. El análisis de ambas películas daría
para un interesantísimo estudio comparativo de sus muchas coincidencias
argumentales, estilísticas, sociológicas, etc. «
4. Cabría interpretar
el episodio de otro modo más cercano al del nivel casi instintivo
en que se mueve la historia: la conversión de Jim en el despiadado
asesino de sus semejantes no es más que la expresión de
la más antigua y primaria de las conductas animales, la lucha entre
los machos por la posesión de las hembras del grupo. Ciertamente,
esta interpretación vendría avalada por la relación
amorosa que se establece entre Jim y Selena, aunque también habría
que tener en cuenta que este es un aspecto que el filme trata con llamativa
contención y mesura. «
5. No es la única
institución emblemática que recibe cargas de profundidad.
También la institución eclesiástica es vista con
una mirada sarcástica: tras recorrer un desolado e incomprensible
Londres, el protagonista entra en una iglesia buscando ayuda y protección.
Entre la montaña de cadáveres allí apilados, sólo
queda un cura vivo, pero convertido en un zombi sanguinario. «
6. Hay una frase terrible
que pronuncia el mayor West, cuando uno de sus soldados añora la
perdida normalidad. Cito de memoria: “en estas cuatro semanas no
he visto más que hombres matando hombres; lo mismo que en las cuatro
semanas anteriores. De hecho, es lo único que he visto a lo largo
de mi vida, así que yo vivo en la normalidad”. Si examinamos
la historia del ejército profesional británico en estos
últimos veinte años y consideramos el número de conflictos
en que ha intervenido (las dos guerras del Golfo, Afganistán, las
Malvinas, el Ulster, etc.), comprenderemos que la frase no puede ser más
acertada. «
7. Por ejemplo, el tic estilístico
de la solarización o la exposición excesiva del color, que
resulta en general tan molesto, aparece en multitud de filmes recientes.
Recuerdo ahora mismo títulos tan interesantes como Tres reyes,
de David O. Russell (1999), Traffic, de Steven Soderbergh (2000)
o 21 gramos, de Alejandro Gómez Iñárritu
(2003). «
8. Según he leído
en la completísima ficha que La
Butaca ofrece sobre la película, las secuencias de Londres
y la carretera de Manchester exigieron un cuidadoso trabajo de planificación,
además de ser rodadas a horas muy tempranas, para así conseguir
el efecto de una ciudad vacía. El acabado final se consiguió
mediante los ya habituales trucos digitales. Los interesados en obtener
más información sobre la películapueden acudir a
cualquiera de las webs oficiales disponibles (inglesa,
norteamericana,
española),
o la página que le dedica la Internet
Movie Data Base. «
Última actualización de la página:
6-12-2005
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