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¿Quién
dijo que el crimen no paga?
Que vea Atrápame si puedes, de Steven Spielberg
Si
alguna vez ha sido cierta la sospecha de que la realidad supera a la ficción,
nunca con mayor intensidad que en el caso de Frank Abagnale, un jovencísimo
estafador que durante la década de los sesenta mantuvo en jaque
a los agentes del FBI encargados de encerrarlo entre rejas. Durante una
fulgurante carrera criminal, que comenzó sin haber cumplido los
diecisiete años, Abagnale consiguió hacerse pasar por copiloto
de líneas aéreas, pediatra y ayudante del fiscal general
de Louisiana, y con su inteligencia e insólita capacidad para la
seducción y el engaño perpetró numerosas estafas
por un monto de varios millones de dólares. Una vez capturado,
y tras pasar varios años en una prisión de alta seguridad,
Abagnale se rehabilitó, y en la actualidad trabaja como consejero
de las mismas empresas a las que en otro tiempo robó tan eficazmente1.
Si un guionista de Hollywood hubiera sacado de su chistera la historia
de tan astuto delincuente, seguramente el público la habría
considerado increíble. Sabiendo ahora, en cambio, que la peripecia
biográfica del imberbe estafador fue real, lo increíble
es que no se haya vertido en imágenes mucho antes. Pues los años
juveniles de Abagnale contienen un destilado del material con el que están
hechos los sueños, de esas cualidades que todos, secretamente,
hemos deseado alguna vez, y que tanto beneficio rinden en el cine y la
literatura: la inteligencia rápida y certera, la belleza descarada
y seductora, una avasalladora ambición de ganar, la generosidad
adornada por un punto de elegante cinismo, la pasión por vivir
al límite, allá donde el común de los mortales sólo
nos atrevemos a fantasear.
Todo esto es lo que ha sabido expresar Steven Spielberg con esta su última
película, que representa un significativo cambio de registro con
respecto a los tonos sombríos y la ambientación futurista
de sus dos últimas producciones, Inteligencia Artificial
y Minority Report. En abierto y quizás deliberado contraste
con estos dos últimos dramas de anticipación, Atrápame
si puedes constituye una comedia vital, luminosa, recorrida por un
hálito de frescura, y hasta de sana desfachatez, que apenas recordábamos
en la cinematografía del director norteamericano. Habría
que remontarse hasta el año 1979, hasta la para mí divertidísima
y absolutamente minusvalorada 1941, para reconocer como propios
de Spielberg esos toques de insolencia y desvergüenza, tan escasos
en sus últimas producciones y, sin embargo, tan imprescindibles
en las mejores comedias.
También
habría que volver la vista muy atrás —tal
vez hasta 1989, con Indiana Jones y la última cruzada—
para encontrar un filme de Spielberg construido en torno a las interpretaciones
de una pareja de actores tan en estado de gracia. Si entonces fueron Sean
Connery y Harrison Ford los protagonistas de un espléndido duelo
actoral, lleno de matices, sorpresas y recovecos, ahora tenemos la oportunidad
de deleitarnos con las interpretaciones sobresalientes de un Leonardo
DiCaprio (Frank Abagnale) y un Tom Hanks (el agente del FBI Carl Hanratty),
en papeles que ofrecen más de un punto de contacto con los de aquella
magnífica película de aventuras. Para el aficionado no hay
ninguna sorpresa en esta nueva muestra del talento aparentemente inagotable
de Hanks —cómo dudar de la solvencia de un actor
que nos viene ofreciendo de forma sistemática protagonistas tan
inolvidables como los de Salvar al soldado Ryan, Náufrago
o Camino a la perdición—, pero tal
vez sí la haya en este último DiCaprio, un actor mucho menos
versátil que Hanks, pero que aquí borda un papel sin duda
agradecido, pero también difícil y complejo. DiCaprio no
sólo triunfa en la exhibición de los dones que le han dado
un puesto de privilegio en el star-system hollywoodiense —la
apostura, la mirada despierta y seductora, la cautivadora sonrisa—,
pues asimismo logra demostrar un variadísimo catálogo de
registros, que cubren desde lo más risueño y lúdico
hasta la angustia o el más hondo desamparo.
No sólo Hanks y DiCaprio merecen el elogio por sus respectivas
interpretaciones, pues se hallan espléndidamente acompañados
por el magnífico trabajo de Christopher Walken, en su papel de
Frank Abagnale Sr. Si su actuación no es la mejor de la película
—y así se ha considerado en muchas críticas—
sólo se debe a que su papel es bastante más breve que los
de DiCaprio o Hanks. Sea como fuere, Walken nos ofrece una composición
inolvidable, que sin duda alguna se cuenta entre las más convincentes
de su carrera. Aunque muy alejado de los papeles inquietantes y siniestros
en que hemos visto con frecuencia a este actor, sigue habiendo algo oscuro
y turbio en la interpretación de Walken (tal vez su decadente donjuanismo,
o la intensidad que brinda a la tendencia fabuladora del personaje, o
acaso los sutiles gestos con los que comunica la percepción del
auténtico carácter de su hijo) que singulariza su actuación
y le otorga un interés muy especial con respecto al estereotipo
del perdedor desvalido y patético tan habitual en el cine norteamericano.
He traído a colación el antecedente de 1941, quizás
la única comedia pura en el variado catálogo de Spielberg,
pero habría que precisar que Atrápame si puedes
poco tiene que ver con el molde genérico de la farsa gamberra y
alocada en el que fue acuñada aquella maltratada película.
Este nuevo filme ofrece, bajo la fluida superficie de su brillantísima
puesta en escena, los tonos amargos que caracterizan a las comedias dramáticas.
Y en el fondo de su discurso, aparentemente jocoso y a menudo juguetón,
late la misma preocupación sentimental que se encuentra en tantas
y tantas películas del director. De este modo, la película
no sólo presenta el retrato de un adorable sinvergüenza, de
un alegre y genial estafador que se burla, a la vez con inocencia y descaro,
del mundo de los adultos, de sus ridículas convenciones e ineptas
instituciones, sino también la historia de la búsqueda emprendida
por un adolescente infeliz, un hombre incompleto, para recuperar la armonía
familiar y la imagen idealizada del padre2.
De
hecho, la relación entre Abagnale y su padre, comerciante arruinado
por el voraz apetito del fisco norteamericano, es un motivo constante
a lo largo del filme, cuya repetición no sólo cumple una
función estructural, sino que concede sentido a la sucesión
de las hazañas delincuentes del protagonista: tras comprobar la
inminencia del divorcio de sus padres, Abagnale huye de casa y emprende
una singular carrera como delincuente, pero siempre regresa al encuentro
de su progenitor (con motivo de las fiestas navideñas, otro motivo
recurrente de la sentimentalidad spielbergiana) para hacerse digno de
su confianza y devolverlo al camino del éxito económico.
No sé hasta qué punto esta insistencia en la presentación
de un Abagnale devoto de la figura paterna es completamente fiel a la
biografía del personaje, aunque cabe suponer, conociendo el particular
universo cinematográfico del director, que tal vez se haya permitido
más de una licencia al respecto. A quienes hemos criticado en alguna
ocasión la tendencia de Spielberg a edulcorar en exceso sus historias3
se nos ocurre que tal vez hubiera sido posible otro tratamiento —una
representación menos glamourosa (por alguna parte he leído
que el Abagnale real fue capaz de engañar a todo el mundo sobre
su edad gracias, entre otros motivos, a unas prematuras canas), una explotación
más a fondo de la indiscutible potencia subversiva del personaje,
en la tesitura cínica y amoral del Ripley de Patricia Highsmith,
por poner un ejemplo—, pero hemos de admitir que el personaje interpretado
por DiCaprio resulta psicológicamente verosímil y dramáticamente
muy eficaz.
A este respecto, hay que insistir en que la construcción dramática
del protagonista está muy lograda. Aunque la biografía delincuente
de Abagnale constituye terreno abonado para sesudos análisis psicológicos
(y desde tal punto de vista cabría entender sus fechorías
como la expresión del deseo de venganza al mismo tiempo que como
un intento de librarse del complejo de culpa), Spielberg, mediante el
habilísimo guión de Jeff Nathanson, prefiere esconder las
claves psicológicas entre las carcajadas que brotan de algunos
episodios dignos de los mejores gags del cine cómico. Así,
desde la primera genial trapisonda de Abagnale —la suplantación
del cargo de profesor sustituto de francés, secuencia presentada
con abierto regocijo y evidente simpatía hacia el &personaje—
el espectador se olvida de cualquier tentación psicoanalítica
y en vez de ello se identifica abiertamente con la inteligencia vivísima
del estafador, la cual se vale del disfraz, la impostura y la credulidad
del prójimo de forma casi impremeditada y lúdica, como una
estrategia de autodefensa (toda la película es una exaltación
del ingenio y la habilidad frente a la estupidez y la violencia) y como
reflejo inevitable de su personalidad vitalista y aventurera.
Por otra parte, la insistencia del argumento en las relaciones entre
padre e hijo constituye una base sólida que permite construir el
segundo y más importante pilar sobre el que se levanta la película,
es decir, la relación entre Abagnale y su perseguidor, el agente
del FBI Paul Hanratty. Lo que comienza siendo el típico juego al
gato y al ratón entre un tenaz policía y un ingenioso delincuente
(motivo característico del género policial y de sus derivaciones
humorísticas y paródicas) se transforma en una suerte de
relación paterno-filial complementaria, que enriquece la trama,
despliega ante el espectador la magnífica combinación de
las interpretaciones de Hanks y DiCaprio y, en última instancia,
permite fijar el tono característico de la comedia. A ningún
espectador se le oculta que, con el transcurso de la historia, Hanratty
acaba por asumir el papel de padre auténtico que el verdadero Abagnale
Sr. no supo o no quiso desempeñar, capaz a un tiempo de comprender
las motivaciones del joven y de exigirle el terrible precio (una dura
condena de prisión) de su responsabilidad como adulto. No es mérito
pequeño de la película el haber sabido transmitir esta interesante
evolución, tan llena de riesgos para la verosimilitud, sin subrayados
retóricos y sin pedanterías psicológicas, con una
narración elegante que, incluso en los momentos de mayor dramatismo,
mantiene siempre la sonrisa en el rostro del espectador.
La elegancia es un concepto artístico que conviene especialmente
a esta película. No sólo la elegancia en su sentido más
evidente —que deriva de un diseño de producción
y una puesta en escena capaces de captar la atmósfera de los años
sesenta en los rostros, el vestuario, la luz, los escenarios, la banda
sonora y hasta los títulos de crédito—
sino en aspectos esenciales del arte cinematográfico, tales como
la estructura narrativa, la atención a los detalles visuales y
el montaje. En efecto, todo el filme destaca por una estructura y un ritmo
narrativo muy eficaces, que logran hacer creíble el relato de la
asombrosa progresión delincuente de Abagnale y que proporcionan
al espectador largos tramos de gran cine, sobre todo en la primera mitad
de la cinta, cuando tiene lugar la primera de las geniales suplantaciones
del jovencísimo timador —en la que se finge
copiloto de la Pan-Am—, narrada en un tono de admirable
frescura y jovialidad, mediante un uso espléndido de la elipsis
y de los golpes de humor. Algunos bajones en el tono general (las secuencias
carcelarias en Francia son demasiado efectistas, más propias de
El expreso de medianoche que de una comedia; por otro lado, la
entrega de Abagnale a Hanratty o su frustrada búsqueda de refugio
en el hogar navideño de su madre abusan de los rasgos melodramáticos
tan típicos de Spielberg) no logran empañar esa sensación
de plenitud y satisfacción que producen las historias sabiamente
contadas.
Los
detalles visuales entretejidos a lo largo de la trama constituyen otro
recurso muy elegante y de gran fuerza expresiva. Uno de los más
conseguidos se produce en la secuencia en que el joven estafador es seducido
por una prostituta de lujo: la cámara, situada a la altura de los
pies, muestra el deambular de Abagnale por los pasillos del hotel; cuando
pasa por delante de una puerta, el plano cambia y nos ofrece la imagen
de unos pies femeninos instalados sobre preciosos zapatos con tacón
de aguja, que se giran a su vez hacia la posición del estafador.
Es un momento de cine refinado, sutil e irónico, que prepara al
espectador para el espectáculo de seducción y comedia sofisticada
que viene a continuación. Y así ocurre con otros muchos
detalles, como el truco de prestidigitación con el colgante dorado,
que Abagnale utiliza para seducir a sus incautas víctimas femeninas,
pero que al mismo tiempo representa un homenaje a la primera de las estrategias
de engaño aprendidas de su padre; o con la escena en que Abagnale
llama por teléfono a Hanratty para pedirle que le conceda una tregua
en la implacable persecución a que se le somete, mientras dibuja
sobre la madera de la barra del bar las esposas que el propio Hanratty
le anuncia como inevitables; o con la secuencia en que los agentes del
FBI irrumpen, pistola en ristre, en el domicilio vacío de Abagnale,
acción cuya futilidad queda irónicamente de manifiesto mediante
la posición de la cámara, que muestra a media altura el
ir y venir frenético de las armas de los agentes, aparentemente
dotadas de voluntad propia; o, finalmente, con el irreverente empleo de
una de las biblias tan ubicuas en los hoteles norteamericanos, utilizada
por Abagnale como un pisapapeles de ocasión para falsificar sus
cheques. La burla de lo institucional y sagrado que Spielberg practica
en las dos escenas a las que me acabo de referir (y se podría añadir
otra en la que el timador, esta vez aspirante a abogado y a yerno del
fiscal general del estado de Louisiana, bendice la mesa con una absurda
oración improvisada) no pasará a la historia del séptimo
arte por su audacia, pero demuestra que al director norteamericano no
se le ha acabado del todo la sana mala leche que en sus primeras películas
—recordemos Tiburón o, de nuevo, 1941—,
solía prodigar.
Hasta en los momentos más próximos a lo dramático,
incluso a lo sórdido, vibra un tono de singular elegancia. La infidelidad
de la madre y su posterior y ruin intento de justificación ante
su hijo están presentados con un enfoque distanciado, casi anecdótico;
la progresiva pérdida de confianza del padre, su descenso a los
infiernos de la autocompasión y la soledad, ofrecen siempre el
contrapunto de la generosidad y el voluntarismo del protagonista. Por
último, la infinidad de secuencias dedicadas a narrar las estafas
y engaños de Abagnale obvian la dimensión antisocial de
tales actos y en cambio ofrecen el común denominador de su enfoque
cómico y erótico (la inmensa mayoría de las víctimas
son mujeres que parecen desear ardientemente ser engañadas), que
en determinados momentos —la ya comentada escena del hotel con la
prostituta de lujo— alcanza un altísimo nivel de comedia.
También
el montaje ofrece indudables hallazgos, que son especialmente memorables
en dos de las mejores secuencias cómicas de la película.
La primera recurre a la narración en paralelo: mientras Abagnale
se presta a las maniobras seductoras de una lujosa hetaira, en medio de
una puesta en escena que es toda una antología imitativa de los
tics del cortejo propios de las películas de James Bond, Hanratty
hace la colada en una lavandería, casi emparedado entre dos gruesas
matronas que apenas le dejan recoger sus camisas, teñidas de rosa
por el inoportuno suéter de otra dama de mal genio. El montaje
alterno subraya el contraste entre ambos personajes (uno mundano, sofisticado,
que juega con las mujeres y sabe aprovecharse de ellas con donaire; el
otro, tosco, zafio, esclavo de su oficio y fracasado en su vida familiar)4,
pero también el componente irónico y autoparódico
del filme, el reconocimiento explícito e inteligente de las normas
del género y de sus mecanismos intertextuales. La otra secuencia
a la que me he referido constituye un auténtico diapasón
de esas actitudes —la alegría de vivir, el optimismo, la
jovialidad y la burla de la autoridad— que conforman algunos de
los rasgos esenciales de la comedia. Me refiero, por supuesto, a la secuencia
en que Abagnale desfila por la terminal del aeropuerto de Miami, rodeado
de bellísimas azafatas que le abrazan como una singular guardia
de corps y le ocultan de la búsqueda de las decenas de agentes
enviados para arrestarlo. Es una secuencia construida mediante numerosos
planos que entremezclan la velocidad normal y la cámara lenta,
y que merecería figurar en una antología de la comedia contemporánea,
no sólo por la maestría de la planificación (todos
los planos están llenos de gente, con una muchedumbre de extras
que se desplazan en varias y contrapuestas direcciones), sino por el regocijo
que transmite. El deslumbramiento de los agentes de la ley, momentáneamente
distraídos por el brillo de las sonrisas y de los ojos de las jóvenes
que guardan a Abagnale (por cierto, ellas tan engañadas como los
policías), es también el del espectador, que no puede menos
que admirar la capacidad de improvisación del protagonista y la
belleza, la alegría (la banda sonora nos deleita aquí con
la maravillosa dicción, con el inimitable toque de distinción
del Come fly with me de Frank Sinatra), la luminosidad y el contagioso
humor del momento.
Por último, también palpita una elegancia muy singular
en todo el diseño de producción, tanto en los títulos
de crédito iniciales, con sus referencias a las composiciones de
Saul Bass y su aire retro a la manera de los estilizados diseños
de los años sesenta, como en la localización de escenarios,
el vestuario, la luminosa fotografía del siempre eficaz Janusz
Kaminski o la divertida banda sonora. En relación con esta última,
tengo que confesar que una de las razones que siempre me hacen aguardar
con ilusión los nuevos títulos de Steven Spielberg es la
esperanza de encontrar las casi inevitables composiciones de John Williams,
quien ha colaborado con aquél en cerca de una veintena de títulos5.
Con la partitura de Atrápame si puedes, Williams deja
de lado sus registros más solemnes y opta en cambio por un enfoque
más intimista, por temas más abstractos de claras referencias
jazzísticas, juguetones e irónicos en ocasiones (durante
los títulos de crédito iniciales y finales), dramáticos
en otras (las escenas con el padre). Música inteligente, refinada,
con un toque urbano y sofisticado que condice perfectamente con el de
los temas musicales incorporados a la banda sonora: el delicioso The
girl from Ipanema, de Antonio Carlos Jobim y Vinicius de Moraes,
aquí en su versión probablemente más conocida, la
de Stan Getz y João y Astrud Gilberto, la vibrante voz de Sinatra
en Come fly with me, la aterciopelada textura de Nat King Cole
en The Christmas song, el homenaje irónico de The
look of love (muy de moda en los últimos años, gracias
a la versión de la cantante y pianista de jazz Diana Krall), una
canción que en su día formó parte de la banda sonora
de una de las mejores parodias de la serie de James Bond, Casino Royale,
y que aquí vuelve a aparecer en aquella magnífica interpretación
original, tan sensualmente desganada, de Dusty Springfield.
Notas
1. Los interesados en conocer detalles
de la biografía de Abagnale pueden leer sus memorias, escritas
en colaboración con Stan Redding (Atrápame si puedes,
Barcelona, Ediciones B, 2003). Un resumen breve y más accesible
aparece en el reportaje publicado en el diario La
Nación, de San José de Costa Rica. Y nada mejor para
comprender el asombroso alcance de la rehabilitación del personaje,
tan representativo de la peculiar mitología del “sueño
americano”, que visitar la web de la empresa fundada por el antiguo
timador, Abagnale &
Associates. Para los detalles del filme, conviene acudir a las dos
webs de cabecera que todo cinéfilo ha de tener siempre a mano:
la de la IMDB
(de donde he tomado las fotos que ilustran esta reseña) y La
Butaca, esta última con tres o cuatro interesantes críticas. En el soporte más tradicional del papel, es muy interesante el comentario de Tomás Fernández Valentí en Dirigido por..., 320, febrero 2003, pp. 32-33. «
2. Tema recurrente en la filmografía
del director norteamericano, que aparece una y otra vez, desde E.T. hasta
Inteligencia Artificial, pasando por títulos como El
imperio del sol o Parque Jurásico. La ambigua relación
con el padre, mezcla de admiración, rebeldía y competencia,
también resulta clave en otros títulos aparentemente más
distantes de esta temática, como por ejemplo Indiana Jones
y la última cruzada, donde el duelo entre los dos arqueólogos
(Connery y Ford), recorre humorísticamente toda la sintomatología
freudiana, o Salvar al soldado Ryan, una película que
traslada la relación padre-hijos a la que se establece entre el
capitán (Tom Hanks) y sus soldados (especialmente los que interpretan
Matt Damon y Edward Burns). «
3. Este es uno de los temas que trato
en la reseña de otra reciente película de Steven Spielberg,
Inteligencia Artificial. «
4. La antítesis entre Abagnale
y Hanratty constituye otra de las piezas angulares de la interesantísima
relación que se establece entre ambos personajes: el timador es
simpático y seductor, mientras que el agente del FBI resulta intragable
hasta para sus compañeros; el delincuente aparece retratado en
ambientes elegantes, cálidamente fotografiados, mientras que las
dependencias oficiales tienen un deprimente y anónimo tono gris;
Abagnale exuda apostura por todos sus poros; Hanratty, en cambio, se muestra
desaliñado y fondón. «
5. Si la memoria y el repaso de mi colección de bandas sonoras no me fallan, en The Sugarland Express (1974), Tiburón
(1975), Encuentros en la tercera fase (1977), 1941 (1979),
E.T. (1982), la trilogía de Indiana Jones (1981, 1984
y 1989), El color púrpura (1985), El imperio del sol
(1987), Always (1989), Hook (1991), Parque Jurásico
(1993), La lista de Schindler (1993), El mundo perdido
(1997), Amistad (1997), Salvar al soldado Ryan (1998),
Inteligencia Artificial (2001) y Minority Report (2002).
Una fructífera colaboración, no cabe duda. «
Última actualización de la página:
6-12-2005
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