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El
cine de romanos, recuperado:
Gladiator, de Ridley Scott
Los
seguidores de la carrera cinematográfica del director inglés
Ridley Scott nos hemos sentido desconcertados al comprobar reiteradamente
cómo sus espléndidos comienzos de finales de los 70 y primeros
80 (recordemos títulos como Los duelistas, Alien, el
octavo pasajero y Blade Runner) se iban diluyendo a lo largo
de una serie de obras tan poco personales como, a menudo, vulgares (1492,
La tormenta blanca, La teniente O'Neil). Echábamos
de menos sus atmósferas inquietantes y su capacidad para dibujar
personajes tan inolvidables como el androide Roy Batty, la teniente Ripley
o Thelma y Louise. A pesar de los sucesivos fiascos de los últimos
años, confiábamos en que el director británico nos
ofrecería algún renovado ejemplo de esos talentos, y por
tanto no podemos sino aplaudir la llegada de Gladiator a nuestras
pantallas, no sólo porque nos reconcilia con aquel Scott que parecía
haber sido deglutido por una industria cada vez más mezquina, sino
porque este filme nos hace recordar tiempos pasados, tal vez mejores y
más inocentes, en los que las películas “de romanos”
eran habituales en las carteleras y constituían parte insustituible
de nuestro particular imaginario visual y sentimental.
El cine de romanos que podríamos llamar clásico (Ben-Hur,
Cleopatra, Quo Vadis, La caída del imperio romano,
Espartaco...) y sus secuelas más o menos presentables (el
peplum, tan mitificado hoy en ciertos círculos) habían
desaparecido de la oferta cinematográfica de primera mano. El género
parecía víctima de una siniestra y caprichosa proscripción,
todavía más draconiana que la que padeció el western,
felizmente recuperado por Hollywood gracias a figuras como Clint Eastwood
y Kevin Costner. Durante esa larga ausencia, los nostálgicos de
las túnicas y la legión romana tuvimos que conformarnos
con el triste sucedáneo del vídeo y el todavía más
triste recurso de contemplar, durante las habituales reposiciones televisivas
de Navidad y Pascua, las épicas coreografías de esas películas
clásicas, lamentablemente contaminadas por inevitables avalanchas
de anuncios.
Quienes no tenemos otro título que el de meros aficionados al
séptimo arte, no acabamos de explicarnos la razón última
de la desaparición de un género tan meritorio (y tan útil,
por cierto, para propiciar un acercamiento respetuoso a la antigüedad
clásica). Damos por seguro que se trata de fenómeno complejo,
con multitud de perfiles: se ha hablado de que el género estaba
abocado a su extinción por los cada vez más frecuentes costes
de producción, derivados de la necesidad de recrear fastuosos escenarios
y coreografiar grandes movimientos de masas; se ha apuntado también
el creciente escepticismo de nuestra sociedad respecto a los héroes
clásicos y los motivos épicos correspondientes (una razón
asimismo válida para explicar la parálisis productiva que
afectó al western); hay quien ha dicho que la sensibilidad
del público contemporáneo no congenia con la tendencia de
estas películas hacia la retórica y la dicción altisonante;
por último —y esta lista de argumentos seguramente no agota
todas las dimensiones del problema— algunos estudiosos han señalado
que en el cine de los últimos años se ha producido un trasvase
de los tópicos y motivos temáticos y de los esquemas argumentales
característicos de ciertos géneros (el de romanos, el de
piratas, el western, etc.), hacia otros, y en especial al de la
ciencia-ficción1,
con lo cual aquéllos se han visto privados de su función
y sentido.
De todas formas, estas argumentaciones son, en mi opinión, insuficientes,
pues no permiten explicar el hecho, hasta cierto punto paradójico,
de que la industria cinematográfica abandonara un género
por el cual un sector del público siempre ha mostrado una gran
devoción. No debemos olvidar, a este respecto, la gran acogida
que mereció a finales de los 70 y principios de los 80 una serie
televisiva como Yo, Claudio, ni tampoco la reciente moda de la
novela histórica, que ha producido toda suerte de obras ambientadas
en la época romana, las cuales abarcan desde auténticas
obras maestras (la impresionante Nerópolis, de Hubert de
Monteilhet, por ejemplo), a pastiches del relato policial protagonizados
por ciudadanos romanos convertidos en detectives avant la lettre.
No podemos olvidar tampoco que la decadencia del género permitió
el desarrollo de un subgénero cinematográfico bastante productivo
—el denominado peplum—, convertido por la posmodernidad en una
de las señas de identidad cultural del colectivo gay.
Sea como fuere, lo cierto es que el público que frecuenta las
salas de cine se ha visto gratamente sorprendido por una película
que, a juzgar por la respuesta de la crítica y las cifras de taquilla,
está destinada a completar la nómina de los clásicos
del género. Cualquier somero recorrido por Internet nos demuestra
que Gladiator ha fascinado a un público amplísimo,
a juzgar por el sinnúmero de foros, reseñas y comentarios
que se acumulan en sus páginas. Muchas intervenciones se centran
en un aspecto siempre polémico de las películas ambientadas
en épocas pretéritas —el respeto a la realidad histórica
y las consecuencias que ello provoca en la verosimilitud del relato—,
olvidando en cambio, no sé si de forma voluntaria o por simple
desconocimiento, un aspecto de la película que me parece imprescindible
para su cabal comprensión. Me refiero al hecho de que Gladiator
viene a ser una versión (lo que habitualmente se denomina un remake)
de una espléndida cinta a la que ya he hecho referencia: La
caída del imperio romano.
No pretendo descubir ningún Mediterráneo con tal afirmación.
Simplemente, deseo destacar que la película de Ridley Scott sólo
puede interpretarse adecuadamente a la luz de su relación con el
clásico de Anthony Mann. Así pues, cabe considerar la inesperada
resurrección del género de romanos, cuando ya lo creíamos
muerto y enterrado, no tanto como ejemplo de la creatividad o capacidad
de riesgo del director británico, sino más bien como una
muestra de la cada vez más frecuente tendencia de Hollywood a hacer
versiones de antiguos éxitos cinematográficos. Para mí
es evidente que Scott aprovecha los motivos argumentales y los conflictos
humanos que ya abordó Mann —la lucha por el poder, los dilemas
derivados de lealtades contrapuestas—, actualizándolos gracias
al brillo deslumbrante de los efectos especiales diseñados en las
factorías digitales2 y modernizándolos con ciertas
concesiones —a mi entender poco defendibles, como más adelante
trataré de argumentar— al pensamiento políticamente correcto.
En este ámbito intertextual deben situarse muchos de los aspectos
fundamentales de la película de Scott, pero también algunas
curiosas coincidencias, que tal vez no lo sean; entre ellas, el origen
hispano del protagonista Máximo (quien posee una finca en Mérida),
detalle que puede muy bien constituir un homenaje indirecto al hecho de
que la película de Mann se rodó en España, con producción
del legendario Samuel Bronston.
El argumento de Gladiator tiene abundantes puntos de contacto
con el de la película de 1964: el general romano Máximo
Décimo, comandante de las legiones romanas en Germania, es designado
por el anciano emperador Marco Aurelio como su sucesor, en perjuicio de
Cómodo, su propio hijo. Cómodo,
celoso de la predilección que tanto su hermana Lucilla como su
padre muestran hacia Máximo, asesina a Marco Aurelio y ordena matar
al general y a su mujer e hijo, tras lo cual se proclama nuevo emperador.
La familia del general muere, pero él consigue sobrevivir, a costa
de graves heridas. Capturado por unos mercaderes de esclavos, Máximo
es vendido al lanista Próximo, quien convence al antiguo general
de que luche como gladiador, lo que le permitirá ganarse el favor
del público y llevar a término sus ansias de venganza. Tras
sucesivos combates, en los que Máximo revela su habilidad como
guerrero, se convierte en un héroe popular, hasta el punto de que
es reclamado en Roma para combatir en el Coliseo. Allí se reencuentra
con Lucilla y con Cómodo, y comienza a planear su venganza...
Esta sinopsis podría hacernos pensar en un típico protagonista
de las modernas películas de acción, pasado por los filtros
del cine histórico. Sin embargo, el personaje de Máximo
resulta muy diferente a esos héroes unidimensionales a los que
Hollywood nos tiene acostumbrados, ya que en él se dan cita muy
diversos y sugestivos matices: antes que un guerrero implacable acuciado
por la sed de venganza, es un jefe responsable, un camarada leal, y, ante
todo, un hombre devoto de su familia, que desea volver a su hacienda de
Hispania para recoger sus cosechas. Ciertos rasgos del personaje de Máximo,
como su religiosidad, su modestia, su capacidad de ternura, incluso el
fatalismo estoico con el que sobrelleva el dolor por la cruel pérdida
de sus seres queridos, resultan más que infrecuentes en el cine
de consumo de estos últimos tiempos3.
En todo caso, hay que poner de relieve que el potente atractivo del
personaje (sobre todo para el público femenino, a juzgar por las
encendidos testimonios que he podido leer y oír) no sólo
es mérito del guión, sino sobre todo de la vigorosa actuación
del actor que encarna a Máximo, un magnífico Russel Crowe que confirma en esta película las cualidades que
ya nos había mostrado en L.A. Confidencial o El dilema.
Crowe se come la pantalla con una representación carismática
y dúctil, capaz a un mismo tiempo de apabullantes demostraciones
de energía física y de rasgos de vulnerabilidad y ternura
ciertamente conmovedores, todo ello dentro de una composición llena
de serenidad, que no cae en ningún momento ni en el envaramiento
ni en los excesos patéticos que suelen ser frecuentes en el cine
histórico.
Crowe está muy bien acompañado por
Joaquin Phoenix y Connie Nielsen, dos actores relativamente jóvenes
cuya carrera seguramente se verá impulsada por su participación
en este filme. Phoenix parece hallarse
muy a gusto en su papel del infame Cómodo, un villano repulsivo
al que encarna con una intensidad y convicción encomiables. En
todo caso, y a pesar de que su personaje tiene más posibilidades
que las del otro Cómodo interpretado en 1964 por Christopher Plummer
(incluyendo entre ellas todo un variado muestrario de complejos freudianos
y patologías psíquicas) su actuación no consigue
que los espectadores olvidemos la elegancia y el frío cinismo que
Plummer otorgó a su personaje. Algo parecido podemos decir de la
actriz danesa Connie Nielsen, bellísima en todas y cada una de
las escenas en que interviene (los responsables de su vestuario y peinados
merecerían un Oscar en esta categoría), pero algo hierática
e inexpresiva, incapaz de trasladar a la pantalla la pasión que
Sofía Loren derrochó en su papel de La caída del
imperio romano. Quizás quepa decir en su descargo que el guión
de Gladiator hace del suyo un personaje algo borroso, de sentimientos
frustrados o indecisos, excesivamente subordinado al empaque épico
de Máximo, por una parte, y a la retorcida perversidad de Cómodo,
por otra.
La reseña del capítulo actoral no puede finalizar sin hacer
referencia a dos eminentes actores, Richard Harris y Oliver Reed, que
representan, respectivamente, los papeles del emperador Marco Aurelio
y el lanista Próximo. Parece inevitable comparar el papel que aquí
encarna Harris con el que representó el recientemente fallecido
Alec Guiness en la película de Anthony Mann, y lo cierto es que,
si bien bastante más breve, la figura de este nuevo Marco Aurelio
no tiene por qué hacernos añorar la anterior. De hecho,
se trata de composiciones muy diferentes, pues el guión de Gladiator
ha despojado a la figura de Marco Aurelio de la mayor parte de la dimensión
intelectual, pacifista y filosófica que en su día tuvo el
personaje encarnado por sir Alec Guiness; a cambio, nos encontramos ahora
con un enfoque más cotidiano, que se centra en la figura del hombre
envejecido, enteco y desgreñado, víctima de una amarga sensación
de fracaso por haber criado a un hijo amoral y perverso. La dramática
composición de Harris alcanza en algunas secuencias (por ejemplo,
en su conversación con Cómodo, cuando le comunica que no
va a ser el próximo emperador) una auténtica estatura trágica.
Por su parte, Oliver Reed representa un papel nada fácil, pues
su personaje de lanista calculador y cruel (muy distinto al de su colega
de Espartaco, el epicúreo Léntulo Batiato inolvidablemente
recreado por Peter Ustinov) ofrecía un claro riesgo de caer en
la caricatura. El malogrado Reed (recordemos que murió durante
el rodaje de esta película) supera ese escollo otorgando a su más
bien siniestro personaje una socarronería y un humor desengañado
que llegan a hacerlo simpático ante los ojos de los espectadores.
La caída del imperio romano probablemente ha inspirado
a Ridley Scott a la hora de diseñar la estructura de la película,
la cual destaca por la presencia muy notoria de un cierto tono crepuscular
y por la alternancia entre espectaculares secuencias épicas, por
un lado, y momentos intimistas, por otro. Hay que advertir, no obstante,
que las dos películas mantienen en este último aspecto claras
diferencias: mientras que la cinta de Mann subrayaba los aspectos románticos
de la relación entre la princesa Lucilla (Sofía Loren) y
el general Livio (Stephen Boyd), la de Scott prefiere detenerse en una
exploración “psicoanalítica” de la enfermiza
personalidad de Cómodo, el cual mantiene una relación de
amor-odio con su padre y una incestuosa atracción hacia su hermana,
y en la evocación onírica de los anhelos y obsesiones de
Máximo4.
Mayor cercanía entre las dos películas podemos observar
en relación con el elemento épico, resuelto por Scott con
una batería de recursos técnicos que eleva la espectacularidad
característica del cine de romanos hasta la enésima potencia.
Tanto las secuencias bélicas como las que describen la arquitectura
de la Roma imperial son asombrosas, tanto por su perfección plástica
(la imagen del exterior del Coliseo, contemplado desde abajo por los ojos
asombrados de Máximo y sus camaradas gladiadores, es muy hermosa)
como por su rotundidad y vigor. De entre todos los ejemplos que se podrían
citar a este respecto, yo prefiero destacar la secuencia que abre la película
(la batalla en los bosques de Germania), que deja
al espectador literalmente pegado a la butaca durante toda su duración.
Más allá de las discusiones sobre la verosimilitud histórica
del episodio (he leído por ahí que se parece más
a una batalla de La guerra de las galaxias que a las de la época
romana), no puede hacerse ningún reparo a su enérgica plasticidad,
procedente no sólo de los detalles violentos y sanguinarios, sino
de su precisión y detallismo5.
El espectáculo visual es siempre esperable en una película
de Scott, fotógrafo en sus inicios profesionales y cineasta que
siempre ha prestado un cuidado muy especial a este aspecto de su quehacer.
De hecho, Gladiator
ofrece un rico muestrario de gamas tonales y de ambientes cromáticos,
unas veces luminosos y brillantes (las secuencias de combates en el Coliseo),
otras cálidos e intimistas (las escenas en la tienda del emperador
Marco Aurelio), y otras, finalmente, fríos y hasta siniestros (los
combates en Germania o algunas escenas del interior del palacio de Cómodo).
Ahora bien, creo que el director pierde a veces el sentido de la proporción
en su deseo de impresionar la retina del espectador, lo cual le conduce
a determinados abusos, especialmente en la utilización de filtros
de color. Podría señalar varios ejemplos de este proceder,
pero me centraré en uno: varios planos de la secuencia de la entrada
triunfal de Cómodo en Roma tienen un tono extrañamente grisáceo
y fantasmagórico, cuya irrealidad queda realzada por los acordes
wagnerianos de una banda sonora (obra de Hans Zimmer) que sólo
cabe calificar, y no sólo en este episodio, como excesiva. Ante
semejante despliegue, no es extraño que el espectador acabe por
cobrar conciencia de que se halla ante una secuencia demasiado artificiosa,
cuya funcionalidad estrictamente narrativa ha sido sacrificada en el altar
del nuevo dios del cine contemporáneo: las imágenes sintéticas
creadas por ordenador.
La película también se deja arrastrar por los tics
del cine contemporáneo en otro aspecto que al menos para mí
resulta más molesto y criticable que el anterior, y que tiene que
ver con el respeto a la verosimilitud histórica. Soy plenamente
consciente de la necesidad de adaptar el argumento y el retrato de los
personajes a la sensibilidad contemporánea; ahora bien, no me parece
admisible el enfoque que adquiere la película en su tramo final:
la conversión de la figura del gladiador Máximo en algo
así como un paladín de la democracia, por parte de Lucila
y la facción “progresista” del senado romano, constituye
una concesión a la galería, al aplauso fácil del
público, tan falsa en cuanto a la verdad histórica como
inmadura y hasta ridícula. Haría bien Ridley Scott en mirar
hacia Stanley Kubrick y Espartaco (recordemos el inolvidable duelo
interpretativo entre Charles Laughton y Laurence Olivier, que representaban,
respectivamente, a las facciones popular y aristocrática del senado)
para darse cuenta de que es posible suscitar mediante la narración
cinematográfica una reflexión madura y adulta sobre el poder
y la ambición, sin hacer escarnio de la historia de las mentalidades
y sin someterse a la moda de lo políticamente correcto.
Notas
1. Con un solo ejemplo basta para demostrar
este argumento: el fenómeno de Star Wars debe gran parte
de su éxito apabullante a su habilidad para verter en los moldes
de la llamada space-opera una gran variedad de mitos, temas, argumentos
y personajes pertenecientes no ya solo a los géneros cinematofráficos
clásicos, sino a otros ámbitos: las mitologías grecolatina,
céltica y nórdica, la narrativa de masas, la cultura pop,
etc. «
2. La incorporación de los efectos
especiales generados por ordenador ha abierto unas posibilidades amplísimas
para el cine histórico, especialmente para lo que podríamos
llamar cine de gran espectáculo, el cual se halla ahora en condiciones
de recrear escenarios y ambientes pretéritos con una brillantez
y una verosimilitud casi inimaginables hasta hace muy poco tiempo. En
este sentido, Gladiator no es una novedad tan grande como pudiera parecer,
ya que forma parte de la misma tendencia a la que pertenecen otras muestras
contemporáneas de cine, tanto histórico (Braveheart,
El patriota, U-571) como de otros géneros (Misión
a Marte, La tormenta perfecta, etc.). «
3. Algunos de los aspectos que acabo
de señalar aproximan la película de Ridley Scott a Salvad
al soldado Ryan, uno de los mejores filmes de Steven Spielberg, donde
se actualiza la figura del héroe enfrentado a una empresa imposible.
Tanto el general Máximo como el capitán John Miller (Tom
Hanks) ofrecen al espectador el ejemplo de unos hombres modestos y sencillos,
cuya emocionante dignidad procede de la entereza y de la estoica aceptación
con las que afrontan su destino. Quizás no sea una mera coincidencia
el hecho de que el llamado rey Midas de Hollywood esté implicado
en la producción de ambas películas. «
4. La narración de los sueños
de Máximo, obsesionado por volver a sus campos de Mérida
para ver a su familia y recoger sus cosechas, es en mi opinión
uno de los aspectos menos conseguidos del filme. No acaba de convencerme
la repetición de esta secuencia (creo recordar que la imagen de
la mano izquierda de Máximo acariciando las espigas granadas aparece
tres veces), ni tampoco su coloración, muy notoriamente virada
hacia tonos fríos capaces de sugerir el ámbito onírico.
Me parece un recurso poco natural, y además discutible en relación
con las convenciones del género histórico. En cualquier
caso, hemos de reconocer que la creación de atmósferas con
un tinte onírico más o menos explícito es un rasgo
frecuente en el cine de Scott, sobre todo en sus primeras películas
(recordemos títulos como Alien, Blade Runner, Legend
e incluso Black rain). «
5. No todo es sangre y violencia en
esta secuencia. También hay otros elementos menos tópicos:
el perro que corre al lado de Máximo, los gestos inquietos de los
hombres antes de comenzar la lucha, la frialdad desasosegante de la atmósfera,
el detallismo con que la cámara retrata la maquinaria de guerra
romana (hasta los legionarios parecen robots cuando avanzan contra el
enemigo), el aspecto inhumano y primitivo de los bárbaros germanos...
Esta mezcla de minuciosidad descriptiva, violencia apocalíptica
y elementos de una cotidianidad casi paradójica viene a confirmar
la influencia que sobre el cine bélico está proyectando
Salvad al soldado Ryan, una película que con el paso del
tiempo no hace sino elevar su altísima estatura y su categoría
de auténtico clásico moderno. «
Para saber más
Los lectores interesados en completar la información sobre esta película
pueden consultar las siguientes fuentes de información:
- The Internet Movie
Database: una gigantesca base de datos sobre cine, en especial norteamericano,
con una compleja estructura de enlaces que permite averiguar toda clase
de informaciones sobre la película (está en inglés,
aunque parte de la sede se halla en proceso de traducción al
castellano).
- Página
web oficial de Gladiator: tan espectacular y llamativa como
la propia película (pero hay que tener una conexión rápida,
porque de otro modo se puede morir uno esperando las descargas).
- Un par de interesantísimas páginas web (las dos en inglés)
sobre Ridley Scott; la primera —Ridley Scott Fan Information Page—
permite leer los guiones originales de varias de sus películas;
la segunda —Director Profile. Ridley Scott—
contiene varias reseñas breves y enlaces a reseñas más
amplias (estas últimas, en el servidor de la librería
Amazon).
- CARCOPINO, Jerôme, La vida cotidiana en Roma en el apogeo del Imperio,
Madrid, Ediciones Temas de Hoy, 1993. Para que veáis que mi culturilla
no se reduce sólo a Internet, propongo también la lectura
de un libro imprescindible para cualquier aficionado a la historia de
la Roma imperial. Carcopino, un auténtico fan de la cultura
y la civilización romanas, no ahorra sin embargo juicios severísimos
sobre la terrible institución de los juegos del circo. El capítulo
dedicado a este sangriento entretenimiento pone los pelos como escarpias.
Última actualización de la página:
6-12-2005
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