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Un relato histórico
estremecedor:
Stalingrado, de Antony Beevor
Hace
muchos años, cuando era joven e indocumentado, solía leer
Selecciones del Reader's Digest, cuya suscripción pagó
durante bastante tiempo mi padre, en uno de sus habituales gestos —que
nunca le he agradecido como se merecen— para motivar el hábito
de lectura entre los miembros más jóvenes de la familia.
En realidad, mi respuesta a su generosidad fue un tanto displicente, porque
rápidamente le pedí que dejara de comprar la revista —eran
los tiempos de la transición y del compromiso político—
cuando en alguna parte me enteré de que servía a los propósitos
del Departamento de Estado norteamericano. Fue aquélla una rotunda
victoria sobre el imperialismo yanqui, de la que durante un tiempo me
sentí secretamente orgulloso, aunque reconozco ahora que la revista
me gustaba mucho y que saqué gran provecho de sus artículos
y reportajes, y especialmente de los relatos abreviados que sistemáticamente
ocupaban su sección final.
Uno de ellos me causó una particular impresión. Se trataba
de Enemy at the gates: The Battle for Stalingrad, de William Craig,
publicada por la Reader's Digest Press en 1973; no sé muy bien
en qué año la leí, pero probablemente sería
a fines de los setenta, dado que la edición española se
publicó en 19751.
A pesar del tiempo pasado desde entonces, tengo fresco el recuerdo de
los combates, las crueldades y destrucciones que allí se narraban.
Los sonoros nombres rusos y alemanes que protagonizaban aquella terrible
historia —Zhukov, Von Paulus, Von Seylidtz, la fábrica
de tractores Barricadi, la garganta del río Tsaritsa, los aeródromos
de Pitomnik y Gumrak—, muchas veces releídos, quedaron
asentados en alguna zona oscura de mi memoria, esperando una renovación,
un despertar.
Volví a encontrarme con la historia de Stalingrado hace unos
cuantos años, en una película alemana de título
homónimo que no tuvo demasiado impacto en las carteleras españolas.
A pesar de su dramatismo e intensidad, el filme de Joseph Vilsmaier (1993)
no llegó a renovar la antigua fascinación. Pero los recuerdos
debían de estar pugnando por volver a la superficie, tal vez estimulados
por las fragmentarias noticias que iban llegándome acerca del
rodaje de Enemy at the Gates,
la muy esperada película de Jean-Jacques Annaud que ha participado
en la última edición del Festival
de Berlín (cuando la vea se cerrará un curioso círculo,
que comprende más de veinte años de mi vida).
No creo que fuera casualidad, pues, que en uno de mis habituales recorridos
por las librerías de Pamplona me llamara la atención un
volumen de pálidas cubiertas azules y presentación minimalista,
que junto al prometedor título de Stalingrado lucía
una banda promocional roja, donde se elogiaba su contenido y se hacía
referencia a su éxito comercial (3ª edición en España)2. Eché un vistazo al índice,
leí la primera página del prefacio, y decidí comprar
el volumen. No esperé a llegar a casa para comenzarlo. Muy al
contrario, me dispuse a practicar esa peligrosa costumbre que es leer
mientras se camina por las aceras. Afortunadamente, el trayecto era corto
y los ciudadanos de Pamplona comprensivos con mi extravagante comportamiento.
Antes de llegar a casa, ya había decidido que, a pesar de mi total
falta de preparación para tales menesteres, iba a reseñar
esta obra histórica. El lector me perdonará tal osadía,
que quizás sea más aceptable si tiene en cuenta que, por
encima del completísimo aparato de fuentes, notas, apéndices, índices,
fotos y mapas (más de setenta páginas en total)3, el libro de Beevor ofrece una
narración de tal potencia e intensidad que su lectura tiene toda
la fuerza de una novela, de un solemne y cautivador relato épico.
Aunque lleno de pormenores estratégicos y tácticos, de
detalles sobre maniobras diplomáticas, políticas y militares,
de datos, cifras y estadísticas, los protagonistas absolutos de
esta espléndida obra no son frías abstracciones ideológicas
o descarnados conceptos estratégicos, sino seres humanos reales
y concretos, muy a menudo identificados con nombres y apellidos: no sólo
los soldados alemanes y rusos que rivalizaron en tenacidad, determinación
y fiereza durante la batalla de Stalingrado (invierno de 1942-1943),
sino también los desgraciados civiles soviéticos atrapados
en medio de un huracán de hierro y fuego como hasta entonces no
había conocido la historia de la guerra.
Lo cual no quiere decir que se trate de una obra estrictamente testimonial,
sino más bien de un relato de conjunto, de un fresco histórico
de proporciones colosales, que ha sido considerado como el libro “definitivo”
sobre la batalla4.
Cierto es que Beevor utiliza como fuente directa de su narración
un abundante caudal de entrevistas y testimonios personales (muchos de
ellos inéditos), riquísimos en detalles de una viveza y
realismo incomparables, pero este recurso aparece siempre combinado con
el análisis de los objetivos políticos de fondo, la disección
de las alternativas estratégicas y el relato de los movimientos
de masas. El resultado conjunto de ambos enfoques —el plano
general y el plano detalle— resulta sencillamente deslumbrante en su eficacia
narrativa, en su capacidad de sorprender, emocionar y, con gran frecuencia,
estremecer al lector.
Stalingrado se despliega a lo largo de casi cuatrocientas páginas
en una secuencia cronológica muy precisa, que comienza en el verano
de 1941, con la invasión de Rusia, y finaliza en el invierno de
1943, tras la caída del cerco del VI ejército alemán
de Von Paulus en la ciudad rusa situada en la margen occidental del Volga.
El relato se estructura en cinco partes claramente diferenciadas, que
relatan cada una de las fases de este pavoroso drama histórico.
En primer lugar, la fulgurante invasión alemana de Rusia (la famosa
operación “Barbarroja”), detenida en el invierno de
1941 ante las mismas puertas de Moscú y Leningrado; a continuación,
la recuperación de la ofensiva alemana en la primavera y el verano
de 1942, que condujo a las fuerzas nazis hasta las orillas del Volga;
en tercer lugar, el sitio de Stalingrado, con su secuencia de ataques
apocalípticos y esfuerzos defensivos de una heroicidad apenas imaginable;
la cuarta parte narra los detalles de la operación “Urano”,
diseñada por el general Zhukov para copar y destruir el VI ejército
alemán; finalmente, la quinta parte relata con profusión
de detalles, a cuál más estremecedor, la derrota y aniquilación
de las fuerzas alemanas sitiadas en el kessel (el 'caldero') de
Stalingrado. Completan la obra dos apéndices, respectivamente dedicados
a la descripción del orden de batalla de alemanes y soviéticos
en noviembre de 1942 y a la estimación de las bajas del VI ejército
alemán.
Aunque aborda ambos aspectos, Stalingrado no es un ensayo ideológico
o político, sino que obedece al propósito de “mostrar,
en el marco de una narración histórica convencional, la
experiencia de las tropas de ambos bandos” (p. 8). Beevor lleva
a cabo una detalladísima narración del episodio bélico
que en su opinión constituye el punto culminante de “una
guerra civil internacional”5,
el enfrentamiento entre dos sistemas ideológicos —nazismo y comunismo—
radicalmente irreconciliables. Beevor aborda este conflicto con el distanciamiento
esperable en un historiador que no pertenece directamente, ni por edad,
ni por educación, ni por nacionalidad, a ninguno de los bandos
implicados en la batalla; de hecho, no hay en su libro nada de ese maniqueísmo
simplón al que nos ha acostumbrado el cine bélico sobre
la Segunda Guerra Mundial, sino un análisis riguroso de muy amplio
aliento, caracterizado por la precisión y el hábil manejo
de fuentes de primera mano, en el que se hace perceptible no sólo
el talento de un historiador capaz de una ingente labor de documentación
y síntesis, sino también su formación y experiencia
castrenses6.
Los
lectores de Stalingrado deben tener muy en cuenta estos dos factores
—el distanciamiento del historiador y la perspectiva militar— para comprender
algunos aspectos del libro que pueden resultar un tanto desconcertantes
a primera vista. De hecho, quien se acerque al libro esperando encontrar
una glorificación de la resistencia rusa ante la agresión
nacionalsocialista corre el riesgo de sentirse defraudado, pues Beevor
disecciona la actuación de ambos regímenes con ecuánime
rigor. Es evidente que repudia vigorosamente el nazismo, aunque en ciertas
ocasiones uno puede tener la incómoda sensación de que
sus críticas se dirigen más hacia las interferencias de
Hitler en la conducción de las campañas militares y hacia
su progresivo aislamiento de la realidad de los frentes de combate, que
hacia el contenido totalitario, radicalmente inhumano, de su política
y su dirección estratégica. Por otro lado, su tratamiento
del régimen estalinista también está presidido por
censuras muy acerbas, que hacen hincapié en el desprecio de la
dirección política y militar de la URSS por las vidas de
civiles y soldados, a menudo sacrificados en acciones bélicas
completamente estériles, y en el insólito nivel de la represión
ejercida por los comisarios políticos (las siniestras NKVD y SMERSH)
entre las tropas soviéticas. Tal vez no sea justo ni oportuno
comparar la atención que Beevor dedica a las respectivas prácticas
represivas de nazis y soviéticos, pero lo cierto es que a lo largo
de su relato la NKVD es mencionada mucho más a menudo que las
SS.
La formación castrense del autor también puede rastrearse
en su admiración apenas disimulada por la pericia militar alemana
a lo largo de los primeros compases de la operación “Barbarroja”7, que puede resultar algo molesta para aquellos
lectores que recuerdan que se trató de una campaña de agresión
y de una vulneración descarada del pacto de no agresión
nazi-soviético (un pacto muy poco defendible, por cierto, con
sus cláusulas secretas que consagraban la partición de
la desgraciada Polonia entre Alemania y la URSS). Beevor describe con
cierta frecuencia los movimientos conspirativos de la oficialidad alemana
en contra de la dirección política de la guerra y del gobierno
nazi, en lo que quizás pueda interpretarse como un intento, acaso
discutible, aunque desde luego yo no puedo poner en duda ni la veracidad
de los datos exhibidos ni los juicios de valor que emite el autor al
respecto, por salvar el honor militar alemán de la ignominia en
la que lo sumergieron muchos episodios de crueldad absolutamente monstruosa
(el despiadado tratamiento otorgado a la población civil eslava,
la masacre de más de 30.000 judíos en el barranco de Babi
Yar tras la captura de Kiev, entre otros). En cualquier caso, Beevor
establece una inteligente reserva al sospechar de algunos testimonios
alemanes que, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, negaron toda
connivencia con Hitler y el nazismo; por otro lado, su condena de la
sumisión de los jerarcas del Estado Mayor de la Wehrmacht hacia
la criminal política hitleriana (y un ejemplo palmario aparece
en la discusión sobre su implicación en las sevicias hacia
la población conquistada, que se analiza en las páginas
59-61) es tan radical en el planteamiento como convincente en el ámbito
de las pruebas.
De lo que no hay ninguna duda es de la admiración de Antony Beevor
hacia el heroísmo, determinación y capacidad de resistencia
del pueblo y del ejército ruso, expresados en multitud de ejemplos
y episodios de un dramatismo casi inconcebible, aunque este sentimiento
se transmite desde una posición muy peculiar, que a mi entender
se inserta en el esprit de corp y las tradiciones del ejército
británico profesional. En este sentido, su renuencia a admitir
la “legitimidad” de ciertas prácticas de las tropas
rusas, como el uso de trampas explosivas o de francotiradores, sus continuas
críticas hacia la imprevisión e incapacidad demostradas
por la dirección político-militar soviética en las
primeras fases de la operación “Barbarroja” y su implacable
censura hacia el derroche de recursos humanos practicado por el Ejército
Rojo me parecen actitudes muy significativas.
Uno de los méritos más excepcionales del autor de Stalingrado es
su capacidad para aunar la perspectiva sistemática del historiador
y la vivacidad apasionante de la narración épica. Beevor
se enfrenta al material histórico con una seguridad y un sentido
de la ubicuidad absolutos, pues se mueve con igual destreza y verosimilitud
por todos los escenarios: el frente y la retaguardia, el Kremlin y el
cuartel general del Führer, las cocinas de campaña, los hospitales
(qué magnífica su narración del caos producido sobre
las instalaciones sanitarias alemanas por la ofensiva rusa “Urano”,
en las pp. 237-238), los aeródromos, fábricas y carreteras,
los campos de prisioneros, y hasta las letrinas, en las cuales tienen
lugar episodios terribles. Su relato no fatiga en ningún momento,
pues su punto de observación varía continuamente, en un
movimiento alternante que recorre, con mirada escrutadora y analítica,
todas las dimensiones del conflicto: la estrategia y la táctica,
la logística, la política y la diplomacia, la producción
industrial, la moral de combate, los sentimientos y emociones de soldados
y civiles (me parece magistral, por ejemplo, el análisis del alcance
y contenido de las motivaciones patrióticas de los soldados rusos,
en las pp. 185-187, o el estudio de la preocupación del ejercito
alemán por la celebración de la Navidad de 1942, en el
capítulo 19), la actividad de cirujanos, médicos forenses,
comisarios políticos y miembros de los servicios de inteligencia
y propaganda, el oscuro mundo de los colaboracionistas en ambos bandos...
la lista sería interminable. El esfuerzo de síntesis y
de ordenación de los materiales que se halla bajo la superficie
de su narración, tan interesante y cautivadora para el profesional
de la historia como para el lector menos informado, es verdaderamente
admirable.
Muchos aspectos del relato de la batalla de Stalingrado, y en especial
sus líneas maestras, son bastante conocidos para los aficionados
a los temas históricos y a la Segunda Guerra Mundial. Aun así,
la obra está plagada de detalles absolutamente inesperados que
no sólo refuerzan el “efecto de realidad” de la narración,
sino que convierten su lectura en una experiencia apasionante. ¿Quién
podría imaginar, por ejemplo, que los rusos utilizaron perros
a los que adosaban minas, y que mediante técnicas de condicionamiento
pavloviano los entrenaron para destruir los tanques alemanes? (p. 41); ¿o
que la maquinaria de guerra germana, por entonces la más avanzada
del mundo, empleaba a los camellos de las estepas rusas como bestias
de carga? (p. 194); ¿o que una división soviética
al completo “se perdió” durante meses en los apartaderos
ferroviarios de Uzbekistán durante los preparativos de la ofensiva “Urano”?
(p. 208); ¿o que los orgullosos generales de la Wehrmacht protagonizaron
episodios de vergonzosa indignidad tras su rendición (p. 358)?
Podríamos multiplicar los ejemplos, aunque en ningún caso
deberíamos dejarnos arrastrar por su condición más
o menos pintoresca, ya que todos ellos están perfectamente insertados
en la caracterización militar e ideológica del conflicto
y en la evocación de los sufrimientos que el enfrentamiento bélico
causó a sus protagonistas.
Resulta difícil señalar un episodio suficientemente representativo
de ese gigantesco holocausto que fue la campaña de Rusia y, dentro
de ésta, la batalla de Stalingrado8 (tal
vez muchos lectores españoles elegirían el primer bombardeo
de la ciudad, descrito en el capítulo 8, tan semejante por diversas
razones al de Gernika), porque son tantos y tan abrumadores los que narra
este libro que el lector se queda con el ánimo sobrecogido,
a pesar de lo cual no queda embotada su sensibilidad. Ello es mérito
de Antony Beevor, capaz de mantener un equilibrio envidiable entre el
distanciamiento que caracteriza al historiador y la posición ética
exigible a cualquier ser humano decente ante la hecatombe del invierno
de 1942-43. Y tal vez sea esta razón —la justificación ética
que reside en la lucha contra la tiranía— la que nos permite acabar
su libro sin habernos desmoronado del todo: tras asistir al sacrificio
de los soldados soviéticos, como consecuencia de la ineficacia
de la dirección estalinista y de las interferencias sectarias
en la conducción de la guerra, tras comprobar los indecibles sufrimientos
y la lenta agonía de los soldados alemanes cercados, víctimas
de la obcecación criminal y las fantasías delirantes de
Hitler, recordamos que Stalingrado no sólo fue un inmenso matadero,
sino también, y sobre todo, el principio del fin del nazismo,
el comienzo de la promesa de un mundo que, con todas sus imperfecciones,
es más habitable y humano que el que nos hubiera legado el triunfo
del fascismo.
Notas
1. La versión abreviada
de Enemy at the Gates se publicó en el número de
junio de 1973 de la edición norteamericana del Reader's Digest;
por su parte, la edición española apareció en 1975,
con el título de La batalla de Stalingrado (Barcelona,
Noguer y Caralt). He podido comprobar este dato gracias a la gentileza
de los editores de Reader's
Digest, a quienes agradezco la prontitud y amabilidad con que
resolvieron mis dudas (lo cortés no quita lo valiente). «
2. BEEVOR, Antony, Stalingrado,
Barcelona, Editorial Crítica (Col. “Memoria Crítica”),
2001 (3ª ed.), 452 páginas, traducción de Magdalena Chocano.
La edición original, titulada Stalingrad, The Fateful Siege:
1942-1943, fue publicada por la editorial británica Penguin
Putnam en junio de 1998. «
3. La bibliografía citada por
Beevor comprende más de doscientas entradas de origen muy diverso:
monografías, compilaciones y artículos rusos, alemanes,
norteamericanos, británicos e italianos; memorias de los generales
que dirigieron la contienda (Chuikov, Guderian, Halder, Hoth, Keitel, Manstein, Paulus, Rokossovski,
Voronov, Yeremenko, Zhukov, entre otros), testimonios de oficiales, suboficiales
y soldados de todas las nacionalidades implicadas en la contienda, relatos de no
combatientes (médicos militares, capellanes, diplomáticos, políticos, escritores, periodistas) y publicaciones periódicas de la II Guerra Mundial
y contemporáneas. Hay que destacar el hecho de que Beevor ha tenido
acceso a gran número de fuentes procedentes de los archivos alemanes
y rusos (de entre las cuales destacan por su crudeza y patetismo los
diarios y cartas encontrados entre las pertenencias de soldados alemanes
capturados o muertos) y, como ya hemos dicho, a testimonios directos
de muchos supervivientes de los combates, tanto rusos como alemanes,
a los que ha accedido a través de entrevistas personales y relatos
inéditos. «
4. Véanse, a este
respecto, las muchas y, en su inmensa mayoría, elogiosas reseñas
incluidas en las web de Amazon y Barnes and Noble. «
5.
La frase es del propio Beevor, citada por Antonio Lucas en su reseña
de Stalingrado, El
Mundo, 8 de noviembre de 2000. «
6. No he podido averiguar muchos datos
sobre el autor, aparte de los que proporciona la solapa del libro. La
web de la editorial Penguin
Putnam señala que Antony Beevor se formó como oficial
del ejército británico en Sandhurst, que sirvió durante
cinco años en el undécimo regimiento de húsares,
en Inglaterra y Alemania, y que tras retirarse se dedicó a escribir
novelas y libros de historia militar (entre ellos uno sobre la Guerra
Civil española). Por su parte, el catálogo nº 183
(2001) de Círculo
de Lectores (de donde he obtenido la fotografía del autor)
señala que éste vive en París y fue asesor en el
rodaje de Enemigo a las puertas, de Jean-Jacques Annaud. Stalingrado se
ha convertido en un éxito de ventas en todo el mundo, ha sido
traducida a dieciséis lenguas, y ha merecido varios premios muy
prestigiosos. «
7. Admiración que, por cierto,
compartía un personaje tan poco sospechoso de filonazismo como
el general Charles de Gaulle, si no recuerdo mal aquel extracto de Selecciones
del Reader's Digest que leí hace tantos años. «
8. Los datos que aporta el libro ahorran
cualquier comentario: la derrota de Stalingrado supuso para el Eje la
pérdida de medio millón de hombres (p. 359); la URSS, por
su parte, sufrió al menos el doble de bajas en esta batalla, sin
contar la población civil. La victoria soviética sólo
fue posible al precio de una feroz represión interna, como pone
de relieve el hecho de que más de 13.000 miembros del Ejército
Rojo fueron ejecutados por cobardía, deserción, colaboracionismo
u otros delitos (p. 7); por otra parte, unos 50.000 ucranianos, rusos
y miembros de otras nacionalidades de la URSS lucharon al lado del ejército
alemán, tras cuya rendición se enfrentaron a un terrible
destino (pp. 395-396). Para la Unión Soviética, Stalingrado
se constituyó en el emblema de un esfuerzo de resistencia patriótica
que tuvo un costo difícilmente imaginable: por encima de 26 millones
de muertos, más de cinco veces el total de muertos alemanes en
la guerra (p. 385). «
Para saber más
El lector interesado en la batalla de Stalingrado y su relación
con el desarrollo de la Segunda Guerra Mundial puede consultar las siguientes
fuentes de información:
- The Battle for Stalingrad:
imprescindible para un conocimiento cabal de lo ocurrido en esta batalla:
fotos (espléndidas tomas áreas entre ellas), mapas, documentos
de la campaña militar, y hasta una tienda de recuerdos.
- Eastern
Front Web Ring: un anillo de más de cuarenta webs, dedicado
a la II Guerra Mundial en el frente oriental.
- Hermann Tertsch, “La batalla del siglo”, El País
Semanal, 1281, 15 de enero de 2001, pp. 48-55: un buen artículo-reseña
del libro de Beevor.
En su promoción del libro de Beevor, la web del Círculo
de Lectores señaló, a
propósito de esta reseña: “Eduardo
Larequi García es profesor de secundaria y también el creador
de un web con magníficas reseñas literarias. La dedicada
a Stalingrado de Antony Beevor nos presenta el libro en profundidad”.
Última actualización de la página:
6-12-2005
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