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Identidad,
miniaturas y simetrías:
El heredero, de José María Merino
Seguramente
no existe en las letras españolas contemporáneas otro cultivador
de la literatura fantástica más persistente y dedicado que
José María Merino. La amplitud y valor de su producción
narrativa, casi toda ella próxima de un modo u otro al ámbito
de lo fantástico, y la atención crítica que tal producción
ha suscitado lo prueban sin ningún género de dudas1.
Mi propio interés por la obra de José María Merino
tiene mucho que ver con su reivindicación del papel de lo imaginario
en la ficción narrativa, y en particular con su reiterado cultivo
del cuento fantástico, género que una vez creí que
podría ser el cimiento de mi futuro profesional en el ámbito
universitario2.
Más tarde la vida me hizo olvidar aquellas ambiciones y sustituirlas
por otras más modestas, pero la fascinación por la obra
del novelista leonés y la lectura de sus obras ha sido constante
desde entonces.
La novela que ahora me ocupa3
trae a mi memoria ecos de otras anteriores, sobre todo de Cuentos del
reino secreto (1982), El caldero de oro (1981), La orilla
oscura (1985) y El centro del aire (1991). Volvemos a encontrar
en El heredero temas y motivos que han estado presentes en la narrativa
de Merino desde sus primeras obras: la búsqueda de la identidad
a través del regreso al origen, la recuperación de la memoria
personal mediante la indagación en la historia familiar, las secretas
analogías, los misterios y duplicidades de la personalidad. Por
otro lado, esta nueva novela recupera algunos mecanismos narrativos que
ya aparecían en Novela de Andrés Choz (1976), como
por ejemplo la alternancia entre diversos relatos que se entremezclan
y superponen y la inclusión de los tópicos del género
de ciencia ficción —en este caso una especie de versión
pulp de La guerra de los mundos, de H.G. Wells, protagonizada
por abnegados científicos en lucha contra siniestros invasores
estelares— como expresión del mundo imaginario de uno de sus
personajes.
Emparentada en más de un aspecto con el modelo de la llamada “novela
de formación” o Bildungsroman, El heredero
cuenta la historia de un joven, Pablo Tomás, que regresa a la mansión
de sus antepasados para asistir a los últimos días de su
abuela Soledad, conocida familiarmente como la Buli. La estancia del protagonista
en Isclacerta, que así es como se llama la propiedad de la anciana,
constituye una oportunidad para la recuperación de los paisajes
y sensaciones de la infancia y, a partir de aquí, para la reconstrucción
de la historia familiar, la cual abarca desde la época en que su
bisabuelo Pablo Lamas hizo fortuna en Cuba, antes de la guerra hispano-norteamericana
de 1898, hasta la actualidad, pasando por hitos significativos de la historia
española del siglo XX, como la guerra civil y la cruel posguerra.
Esta recuperación de la historia familiar, llena de elementos pasionales
y a veces melodramáticos, de secretos inconfesables y emotivos
dramas íntimos, de desgracias, odios y hasta algún sórdido
crimen, constituye la base sobre la que se asienta la reconstrucción
de la identidad del protagonista, que lenta y progresivamente se va perfeccionando
mediante el conocimiento, siempre fragmentario e incompleto, de las vidas
de sus antepasados, a través de la exploración de los recuerdos
de infancia y adolescencia y, finalmente, con la enérgica adopción
de un proyecto vital de futuro.
La trama novelística se va anudando en una densa urdimbre de historias
intercaladas, a través de una mezcla muy atractiva de testimonios:
no sólo la voz del narrador y protagonista, sino también
otras que la rodean y dialogan con aquélla: la del abuelo Alberto,
esposo de la Buli, hombre de izquierdas represaliado por el franquismo
que sobrevivió a la penuria de la posguerra con la composición
de novelas de quiosco, alguno de cuyos fragmentos se incluyen en la narración;
la de Noelia, la prima e íntima amiga de la Buli, a quien cuida
con abnegada atención, privilegiada observadora de la vida de la
familia y de la progresiva ruina de Isclacerta; la voz agonizante de la
Buli, quien en sus delirios y duermevelas revela los amargos secretos
que han pesado sobre su vida; el testimonio, casi siempre reticente e
incompleto, del padre de Pablo Tomás; la voz distante de Marta,
la novia del protagonista, a través de cartas que cruzan el Atlántico
para restañar un alejamiento que acaba por demostrarse inevitable;
por último, la de su esposa, Patricia, que vierte en su diario
sus ilusiones y temores acerca de su marido4.
Merino ha diseñado su novela a partir de una estructura bimembre,
mediante la cual subraya los múltiples paralelismos y simetrías
de la historia: en efecto, la vida de Pablo Tomás, descendiente
de un emigrante que marchó a Puerto Rico a hacer fortuna y volvió
enriquecido a su tierra natal, acaba por reproducir en muchos de sus detalles
la peripecia vital de su bisabuelo5.
Este paralelismo queda sugerido por la identidad de significado entre
los nombres de los escenarios —Isclacerta/True Island— que dan
título a las dos mitades de la narración: la mansión
de la montaña leonesa a la que se vincula el pasado del protagonista
frente a la vivienda norteamericana (por las referencias a Melville y
Moby Dick que proporciona el narrador cabe suponer que está
situada en la costa de Massachusetts, frente a la isla de Nantucket),
que alberga sus proyectos para el futuro. Y entre medio de ambos lugares,
como mediación o tránsito entre estos dos ámbitos
que combinan la experiencia cotidiana con la imaginación y el recuerdo,
la novela presenta un objeto dotado de resonancias mágicas: la
casa de muñecas —“la única joya de la abuela”,
en palabras de Noelia—, descrita en páginas bellísimas,
entrañables, de una profunda emotividad (véanse, sobre todo,
las del capítulo 8 de la primera parte), que después de
entretener los ocios de la bisabuela Soledad y la abuela Buli, es reclamada
como herencia por Pablo Tomás6.
Tal reclamación no es un mero formulismo convencional, sino un
hecho cargado de sentido, por el que el heredero define su voluntad de
aceptar y compartir las experiencias y emociones que vivieron sus antepasados.
Y también está cargado de sentido ese objeto voluntariamente
heredado, pues la casa de muñecas de Isclacerta, al menos durante
la primera parte de la novela, representa la libertad y el vuelo de la
imaginación, un espacio autónomo en el que la primera Soledad
construyó un universo de ficción a su medida, y donde también
depositan sus fantasías la abuela Buli y el abuelo Alberto. La
incesante actividad de este último, que completa el ajuar de la
casa con la creación de enseres minúsculos a partir de los
más diversos materiales de desecho, es considerada por su propia
esposa como un refugio frente a la cruel realidad de su condición
de represaliado político.
No es la primera vez que en la narrativa de Merino aparece el motivo
de la representación en miniatura de la realidad. Podemos recordar
aquí, por ejemplo, “El nacimiento en el desván”,
de Cuentos del reino secreto, acerca de un belén dotado
de la capacidad de hacer visible en lo real las escenas que en él
se figuraban. El atractivo que para Merino tienen estas representaciones
(en la misma página de donde tomo la cita que viene a continuación
se hace una referencia explícita a los belenes), queda de manifiesto
en la evocación de las palabras de la bisabuela Soledad:
“quién sabe si en el fondo los humanos no
vemos en las miniaturas una réplica de nuestro mundo más
tranquilizadora que el verdadero, un empequeñecimiento en el que
se concentra una solidez que a nuestro tamaño no acabamos de comprender
[...] tal vez las casas de muñecas nos ayudan a entendernos mejor,
a no temer tanto ese misterio de la vida que no podemos alcanzar”
(p. 109).
La casa de muñecas de El heredero constituye la réplica
de ese mundo familiar al que pertenece Pablo Tomás, con todo su
repertorio de ilusiones, temores y terribles dramas de amor, celos y muerte,
lo que explica la fascinación intensísima que despliega
sobre el protagonista, hasta el punto de que, al marcharse definitivamente
de Isclacerta, la reclame para sí, llevándose con él
no sólo sus recuerdos más hermosos, sino también
los secretos de familia: “siento que es un talismán cargado
de virtudes y de secretos, y que su propiedad me confiere muchos privilegios,
incluso algunos que acaso nunca seré capaz de imaginar” (p.
93).
La palabra “talismán” no debería pasarnos desapercibida.
Pues en convivencia con su poder benéfico, propiciador y mantenedor
de la identidad, de los vínculos con el pasado, la casa de muñecas
posee también una fuerza destructiva, cuya revelación añade
al final de la novela el carácter perturbador y funesto característico
de lo fantástico. Para no revelar el desenlace de El heredero,
pero sí sugerirlo a quienes han seguido la trayectoria novelística
de Merino, sólo diré que la casa de muñecas acaba
ejerciendo sobre la vida familiar del heredero un poder inquietante, en
la línea de los motivos siniestros tan característicos de
los cuentos de terror, que sugiere la reproducción en su vida conyugal
de algo así como una maldición familiar. No voy a desvelar
aquí cómo rompe Pablo Tomás ese poder maligno, pero
seguro que el final recordará a quienes leyeron en su día
aquel magnífico relato, el drástico desenlace del “El
nacimiento en el desván”.
La novela, dominada por la voz de su protagonista, que alterna las tres
personas narrativas en un mecanismo muy característico del estilo
de Merino en obras anteriores (por ejemplo, La orilla oscura),
está dominada claramente por la personalidad de Pablo Tomás,
en cuyo retrato —un joven que acoge gustoso la herencia de sus antepasados
emigrantes en América, de aguda sensibilidad hacia la naturaleza
y con una especial capacidad para la ensoñación y la imaginación—
también podemos rastrear elementos ya presentes en novelas anteriores,
como La orilla oscura o los títulos pertenecientes a su
“trilogía americana”7.
Así se define Pablo Tomás ante la calificación de
“pasmado” con que le moteja su padre: “esa tendencia mía
a lo que parece la pereza, ese pasmarse que mi padre me reprochaba, es
mi manera de sentir lo que sucede a mi alrededor” (p. 257). Y más
adelante divide a los seres humanos entre escritores, que intentan transformar
la realidad, y lectores, que sólo tratan de interpretarla; entre
estos últimos se sitúa a sí mismo: “mi escritura
no tiene otro objetivo que intentar dar algo de orden a lo que me cuentan,
a lo que me han contado, a lo que he leído con mis ojos y mis oídos,
no busca otra cosa que fijarlo para poder releerlo” (p. 258).
En comparación con el protagonista, los demás personajes
que pertenecen al presente contemporáneo —los padres de Pablo
Tomás, su novia Marta, su esposa Patricia, a la que dirige su testimonio
desde el comienzo del relato— resultan, en mi opinión, relativamente
planos y anodinos. En cambio, las figuras vinculadas al pasado familiar
(el bisabuelo puertorriqueño y sus dos esposas, los abuelos Alberto
y Buli) son mucho más interesantes, sobre todo gracias al poder
evocador que emana de la reconstrucción de sus vidas a través
de un denso tejido de testimonios directos, cartas, fragmentos textuales,
recuerdos, etc. Especial atractivo tiene, a mi modo de ver, el personaje
de Noelia, pues establece con Pablo Tomás una singular relación
de afecto y complicidad, la cual le habilita para adoptar una posición
privilegiada de intermediación entre la situación presente
y las viejas historias familiares. El hecho de que muchos de los sucesos
de la vida de los abuelos y bisabuelos del protagonista lleguen a su conocimiento
a través del testimonio de Noelia concede a este personaje un vigor
y una capacidad de convicción que quizás no tengan los demás.
Aunque
no sea en sentido estricto un personaje (de todas formas, el narrador
así lo considera desde el principio de la novela), la mansión
de Isclacerta, con su nombre tan peculiar, pleno de resonancias como de
relato de caballerías o novela de aventuras, adquiere el valor
de un actante de importancia fundamental para la trama. El motivo de la
mansión aislada en un paraje solitario, entre bosques y montañas,
edificada contra el parecer de sus vecinos por un indiano y casi aislada
del resto del mundo por las nevadas invernales, debe de haber gravitado
poderosamente sobre la imaginación de José María
Merino, pues ya muchos de sus elementos constitutivos aparecían
en un texto anterior, “El dibujo de la nieve”, perteneciente
a ese libro inclasificable y tan atractivo que es Días imaginarios8.
La casona de Isclacerta ofrece múltiples dimensiones para el análisis:
además de revelar la querencia de Merino hacia los paisajes del
norte leonés, tan frecuentes en su narrativa, este escenario actúa
como catalizador de una serie de motivos esenciales de la novela, como
el regreso a los orígenes, la búsqueda de identidad y la
definición de un proyecto de vida. Veámoslo:
“para mí Isclacerta [...] es una especie
de edén [
], y acaso su fuerza está en los secretos
que se me fueron desvelando allí, sobre todo durante los últimos
días, y en los secretos que no me fueron revelados, que no puedo
ni siquiera adivinar, los que murieron para siempre, dejando ese prestigio
y esa nostalgia de lo que nunca podremos conocer” (pp. 43-44).
“tu estancia en Isclacerta [...] parecía
cumplir sin embargo un designio, el que alcanzases a conocer datos de
un pasado que te comprometía, al ser tú el resultado de
tantas relaciones y mixturas, ante el que no podías ser indiferente,
porque la noticia de aquellos afanes, encuentros, humillaciones, celos
y castigos te conmovía como el cumplimiento de un augurio, como
si desde tu infancia en aquella gran ciudad lejana hubieses estado esperándola”
(p. 240).
“creo que estoy viviendo estos días en Isclacerta
como uno de aquellos ritos de paso que servían para alcanzar la
madurez de los habitantes en los pueblos primitivos” (p. 254).
Isclacerta adquiere también el valor de un espacio de carácter
imaginario y simbólico, cuyos contornos y funciones se entretejen
con los que caracterizan al espacio real: territorio propicio a la ensoñación,
ámbito depositario de leyendas y rumores, escenario de apariciones,
de presencias, de ficciones que compiten con el universo de lo real hasta
hacerse casi indistinguibles de aquél. Así lo expresa el
protagonista: “Isclacerta es para mí como una gran caja de
la imaginación en que meto todo lo que me apetece, lo que saco
de aquí y de allá, de lo que me han contado, de lo que he
leído” (p. 56); y algo más adelante se dirá
a sí mismo: “como si tus estancias en la casa y sus parajes
fueran un viaje a un reino que descansa en el fondo de un mar de aguas
impalpables” (p. 60). El protagonista, una vez tomada la decisión
de emprender el rumbo de su nueva vida, afirmará: “hay una
Isclacerta secreta que nunca podré contarle, que yo casi no recuerdo
muy bien, que he preferido seguir olvidando, y que además pertenece
a esas experiencias que no podemos comunicar, que no pueden encontrar
justa representación en las palabras y están condenadas
a morir sin ser confesadas y transmitidas” (p. 294); y poco después
insiste: “este nuevo Pablo Tomás encontró su arraigo
no en un lugar real, no en una estirpe física, sino en esa Isclacerta
que se erige en mis sueños y va conmigo a donde yo voy” (p.
298).
Isclacerta se puede interpretar, por último, como imagen condensada
o ejemplo representativo del espacio mucho más amplio de la España
del siglo XX, y en especial de los acontecimientos relacionados con la
Guerra Civil: la violencia de los primeros días del alzamiento
militar, los horrores de la represión, las dramáticas peripecias
del maquis, la vida oscura y limitada de la inacabable posguerra. Bajo
los árboles de Isclacerta, en los huertos abandonados y en los
cobertizos arrumbados por el tiempo se ocultan las huellas de un pasado
familiar cuya reconstrucción por parte de Pablo Tomás es
también un recordatorio de nuestro propio y doloroso pasado histórico,
y de los secretos y renuncias con que se ha construido nuestro presente.
Que la decisión final del protagonista sea la de abandonar su casa
y su país para iniciar una nueva vida en los Estados Unidos quizás
pueda interpretarse en un sentido semejante, es decir, como el deseo de
superar una historia nacional marcada por la guerra fratricida y propiciar
la formación de una identidad personal libre, autónoma,
al margen de las ataduras y compromisos impuestos por la nacionalidad,
la historia o la clase social.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el valor positivo que para
el protagonista representa la mansión familiar no es compartido
en modo alguno por su esposa Patricia, a quien la visita a Isclacerta
y su entorno, durante el viaje de bodas, sólo proporciona impresiones
tenebrosas y lúgubres. Queda así en el lector una percepción
de Isclacerta tocada por la ambigüedad, por la ambivalencia. Es cierto
que la estancia del protagonista en la vieja mansión resulta imprescindible
para la definición de su identidad y para la fijación de
su proyecto vital; sin embargo, este proyecto exige el abandono del espacio
de los recuerdos de infancia y adolescencia y la eliminación de
los objetos que le ligan a esos recuerdos. Sólo a partir de tales
renuncias el protagonista puede poner en pie una existencia auténtica,
una identidad personal, aunque no por ello menos fluida y en el fondo
enigmática.
De hecho, toda la novela puede ser considerada como una indagación
o exploración de la identidad personal, de sus vaivenes y alteraciones,
un tema constante a lo largo de la obra de José María Merino.
Esta indagación en lo fluido y cambiante de la identidad personal
comienza en El heredero por el retrato del carácter del
protagonista, quien con frecuencia reflexiona sobre su propia tendencia
a perderse en las delicias de la “ensoñación”
(una palabra clave en Merino) y en la creación de un mundo imaginario
propio: “Marta, si pudiese ahora hablar contigo te recordaría
lo que una vez me dijiste: que parecería que yo prefiero imaginar
a vivir. Yo te contesté entonces que imaginar es otra forma de
vivir, y tú te echaste a reír [...]” (p. 146).
Otro aspecto significativo de la configuración de la identidad
del protagonista es su condición mestiza, pues se trata de un joven
nacido y criado en Francia, de madre y hermanos franceses, familia española
y antepasados que han emigrado a Hispanoamérica, adonde vuelve
para conocer a su esposa, Patricia y casarse con ella, tras lo cual decide
asentar finalmente su residencia en los Estados Unidos. Así expresa
Pablo Tomás la influencia de su mestizaje cultural y lingüístico
en la configuración de su identidad:
“El bilingüismo de mis años infantiles
permanece en mi recuerdo como el primero de los grandes sueños
de mi experiencia, dividido entre un doble requerimiento que me obligaba
también a mí a desdoblarme para mostrar dos diferentes personalidades.
Que aquello se produjera sin desgarraduras no impedía una intuición
secreta de que dentro de mí habitaban dos seres diferentes, una
especie de juego al que me complacía a veces entregarme mientras
ejercía mi habilidad idiomática, dos seres a los que podía
también atribuir dones distintos y hasta contrapuestos” (p.
145).
Hay que precisar, en cualquier caso, que la identidad mestiza del protagonista
no es un mero resultado de la herencia biológica y cultural, sino
sobre todo la consecuencia voluntaria de una conciencia extraordinariamente
alerta ante esas duplicidades y alternancias a que hacía referencia
la cita anterior, y sobre todo a los paralelismos entre su propia trayectoria
vital y la de su bisabuelo:
“Pensar en Puertorriqueño, en todo su atrevimiento
y esfuerzo, aunque esté ya tan lejos, siempre suscita en mí
la admiración y, con ello, un espejismo de desaliento, cierto desasosiego,
una vergüenza muy leve pero precisa, como si a pesar del tiempo transcurrido
hubiese en su figura un ejemplo que yo estaba obligado a seguir y al que
no he sido fiel, un sentimiento que rechazo al punto por absurdo, pero
que vuelve a surgir en mí sin que pueda evitarlo, como si siempre
estuviese agazapado en algún recoveco de mi imaginación”
(p. 91).
El resultado final de este anclaje tan vigoroso en la relación
con su estirpe familiar no es, como pudiera anticiparse, una reivindicación
de lo telúrico y ancestral, de la conciencia étnica, en
la línea de ciertas tendencias de pensamiento muy conspicuas en
nuestra sociedad contemporánea, sino más bien un debilitamiento
(o superación, según se mire) de la conciencia del yo. Resulta
así una identidad personal singular, tan auténtica como
inasible, condicionada por una percepción no lineal del tiempo
(sometido a una persistente intuición del eterno retorno de las
cosas), por el flujo libérrimo de la imaginación y del ensueño,
por la interferencia de la ficción en la realidad.
Como ya he apuntado, la reflexión sobre la identidad muy a menudo
se combina en la narrativa de Merino con la exploración de los
mecanismos de la ficción. Y así ocurre en El heredero,
en cuya primera parte se plantean diversos aspectos de este tema: la idea
de la ficción como un mecanismo ordenador del caos de lo real,
el análisis de los procesos de creación literaria y de las
mutuas implicaciones entre vida y literatura, vistos ambos a través
de la reconstrucción de la labor narrativa del abuelo Alberto,
los juegos de desdoblamiento, multiplicidad e interferencia entre la realidad
y la ficción, un motivo predilecto de Merino que aquí no
sólo surge en las meditaciones del protagonista, sino que está
representado por el curioso personaje de la pintora Chon Ibáñez,
criatura inventada por el padre de Pablo Tomás y luego “incorporada”
al mundo real9.
En la segunda parte de la novela, lo metaliterario adquiere un perfil
diferente: la nueva vida del protagonista, licenciado en filología
hispánica, que decide retomar su propósito inicial de realizar
su tesis doctoral en Estados Unidos y conseguir plaza como profesor en
una universidad norteamericana, le sirve al autor para mostrarnos su interés
por determinados autores y épocas (la tesis del protagonista versa,
significativamente, sobre el papel de los sueños en la narrativa
de Galdós), y para realizar una crítica sabrosamente irónica
de las costumbres académicas y los excesos de las corrientes de
análisis literario que priman en el mundo universitario norteamericano.
Todos los elementos que he analizado hasta aquí hacen de ésta
una novela muy reconocible y gustosa para el lector habitual de Merino.
No obstante, y a pesar de sus indudables méritos, creo que El
heredero presenta algunos desequilibrios en la estructura y el desenlace.
En mi opinión, hay una evidente diferencia de sustancia e interés
entre la primera parte (mucho más larga y enjundiosa) y la segunda.
Y aun a pesar de la tupida red de relaciones que se establece entre ambas,
subsiste la impresión de que la motivación y necesidad de
de estas dos secciones es diversa y aun heterogénea, como si se
tratara de dos novelas en cierta medida diferentes10.
Tal vez aquí radique la causa de la impresión de inconsistencia
que produce el desenlace, cuyo giro hacia lo fantástico y lo siniestro
resulta, además de excesivamente truculento, poco acorde con el
desarrollo anterior de la novela11.

Dejando al margen estas objeciones, es preciso destacar que El heredero
es una novela ágil, flexible, escrita en un estilo rico y matizado,
pero al mismo tiempo nada retórico. Su fluido discurrir no es incompatible
con una evidente complejidad, ya que la estructura narrativa, caracterizada
por el entretejido de tiempos y espacios diferentes, las frecuentes alteraciones
de la perspectiva narrativa, la configuración voluntariamente fragmentaria
de los personajes y la revelación progresiva de los secretos de
familia, exige una lectura morosa, reposada, atenta a los menores detalles,
una lectura que más de una vez obliga a volver la atención
a páginas ya leídas, en un proceso en el que reconocemos
el rigor constructivo y la maestría técnica del autor.
Merino construye un relato emotivo y sincero, a menudo dotado de una
cordial atmósfera de calor e intimidad, en el que lo sentimental
resulta justificado y oportuno. Una novela sobre dramas familiares siempre
lleva dentro de sí el germen del melodrama y la exageración,
por lo que es aún más admirable su contenida emotividad,
lograda mediante una narración mesurada e incluso en ocasiones
un poco distanciada. No existen los desgarros emocionales, ni los gestos
espectaculares, ni las grandes palabras, sino por el contrario una sobriedad
elegante y discreta, muy castellana, de la que el lector, incluso el menos
atraído por esta clase de historias, puede participar sinceramente
sin ningún reparo o escrúpulo. Y si se da además
el caso de que el lector ha convivido con parientes ancianos que tuvieron
una larga vida tras de sí, especialmente si estuvieron dotados
del don de la narración y experimentaron los dramas de nuestra
guerra civil, la novela de Merino resultará entrañable.
Yo no he podido sustraerme, durante su lectura, a la impresión
de que, de alguna misteriosa y conmovedora manera, la novela de Merino
reproduce, en la relación entre su protagonista y Noelia, la que
yo mismo mantuve con mi tía Anastasia (que tenía con mi
abuela el mismo parentesco que Noelia con la Buli), una de las personas
a las que más he querido en mi vida.
No quisiera terminar esta reseña sin hacer una reflexión
en torno al problema de la búsqueda de la identidad, tan esencial
en la novela de José María Merino. Ahora que la virtuosa
costumbre de enfrentarse a la globalización ha hecho cundir el
ejemplo de quienes construyen afanosamente su identidad personal y social
contra las de otros, con justificaciones minuciosas y prehistóricas
de su derecho y su razón, adquiere particular resonancia la actitud
de ese Pablo Tomás, sólo capaz de fundar su proyecto de
vida tras el abandono de la casa solariega donde yacen enterrados sus
antepasados: “no es preciso tener una etnia, una religión,
un paraje ancestral, para que nuestra identidad sea vigorosa y esté
cargada de historia y de leyenda, porque todas las historias y todas las
leyendas, cualquiera que sea su procedencia, nos pertenecen con el mismo
derecho a cada uno de nosotros, si queremos apropiárnoslas”
(p. 298). Ojalá fuera cierto, aunque me parece que hay más
de uno que protege sus historias y leyendas fundacionales de las intrusiones
ajenas con un celoso copyright; además, para apropiarse
de determinadas tradiciones, de esas que según dicen se remontan
al neolítico, hay que poseer una fe a prueba de bombas, que yo,
lamentablemente, no poseo.
Notas
1. Para un conocimiento cabal de la
poética meriniana de lo fantástico véase el prólogo
con el que abre la recopilación de su narrativa breve, 50 cuentos
y una fábula, Barcelona, Suma de Letras (Col. “Punto
de Lectura”), 2001, pp. 11-23, así como los ensayos “La impregnación fantástica: una cuestión de límites” y “Literatura española y misterio”, recogidos en Ficción continua, Barcelona, Seix Barral (Col. “Biblioteca Breve”), 2004, pp. 85-95 y 96-101, respectivamente. Las aportacioines más importantes
al estudio de su obra se encuentran en los siguientes libros: Antonio
Candau, La obra narrativa de José María Merino, León,
Diputación Provincial de León, 1992; Ángeles Encinar
y Kathleen M. Glenn (eds.), Aproximaciones críticas al mundo
narrativo de José María Merino, León, Edilesa,
2000; e Irene Andrés Suárez, Ana Casas e Inés D'Ors
(eds.), José María Merino. Grand Séminaire de
Neuchâtel. Coloquio Internacional 14-16 de mayo de 2001, Neuchâtel,
Institut de Langue et Littérature Espagnoles, Université
de Neuchâtel, 2002. Esta última publicación ofrece
una bibliografía secundaria de quince páginas; en ella figuran
más de sesenta artículos y libros y una docena de tesis
y tesinas. Con semejante panorama, no es extraño que en la segunda
parte de El heredero Merino destile unas cuantas ironías
mordaces a propósito de los modelos de análisis literario
que se practican hoy en día en las universidades norteamericanas.
Por otro lado, la atención prestada a la narrativa de Merino ha
llegado también al marco escolar, con ediciones como las de Ignacio
Soldevila (La casa de los dos portales y otros cuentos, Madrid,
Octaedro, Col. “Biblioteca Octaedro”, nº 7, 1999) y Santos Alonso (Cuentos,
Madrid, Castalia, Col. “Castalia Didáctica”, nº 53, 2000). Yo he
utilizado esta última edición con mis alumnos del I.E.S.
“Ega” de San Adrián, durante el curso 2001-2002; aunque
a veces los chicos de Secundaria se desconcertaban con las historias fantásticas
(es curioso cómo aceptan las historias de terror más inverosímiles
si aparecen en el cine o la televisión, y en cambio cuántos
esfuerzos les cuestan cuando tienen que asimilarlas a través del
texto escrito), conviene señalar que algunos de los cuentos fueron
muy bien acogidos, por lo que no descarto repetir la experiencia. «
2. Aunque nunca llegaron al término
requerido, mis investigaciones sobre el cuento fantástico español
en la segunda mitad del siglo XX me permitieron publicar dos trabajos
sobre la narrativa del autor leonés: “Sueño, imaginación,
ficción. Los límites de la realidad en la narrativa de José
María Merino”, en Anales de la Literatura Española
Contemporánea, XIII, 3, 1988, pp. 225-247; y “Sentido
y dimensión de lo fantástico en los Cuentos del reino secreto
de José María Merino”, en Juan Fernández Jiménez,
José J. Labrador Herraiz y L. Teresa Valdivieso, Estudios en
homenaje a Enrique Ruiz-Fornells, Asociación de Licenciados
y Doctores Españoles en Estados Unidos, 1990, pp. 368-375. Las
circunstancias en que yo conocí la publicación de este segundo
artículo tienen tras de sí una curiosa
historia, más próxima al cuento de terror psicológico
que a las convenciones habituales de la vida académica. «
3. José María Merino,
El heredero, Madrid, Alfaguara, 2003, 404 páginas. «
4. Merino utiliza un llamativo expediente
para la presentación de algunos de estos testimonios, cuatro de
los cuales —la novela pulp de ciencia ficción, la carta
del abuelo Alberto a un editor, el relato de la invención de la
pintora apócrifa Chon Ibáñez, por parte del padre
del protagonista, el cuento escrito por el abuelo Alberto en la prisión—
se identifican en la novela mediante tipografías diferenciadas.
«
5. Las recurrencias, simetrías
y paralelismos son innumerables (incluso cabría decir que en algunos
momentos se antojan excesivos), y en la mayoría de los casos muy
visibles, ya que el narrador los pone de relieve, sobre todo en la segunda
parte de la novela, para marcar así la semejanza de su destino
con el del Puertorriqueño. Veamos algunos de entre los más
significativos:
- Al igual que hizo su bisabuelo,
Pablo Tomás emigra al otro lado del Atlántico. En la misma
ciudad puertorriqueña de Ponce donde su bisabuelo hizo fortuna,
Pablo Tomás conoce a Patricia, la joven que acaba convirtiéndose
en su esposa. También Pablo Lamas se había casado en España
con una joven de ascendencia puertorriqueña.
- Pablo Tomás mantiene
una relación de amistad con Hortensia, para al finar casarse
con su hermana Patricia, lo cual recuerda la historia de su abuelo,
que cortejó a las dos hermanas Alonso (Soledad y Pilar).
- El dramático destino
de la primera Soledad, muerta en el parto a causa de una súbita
nevada que impide que su marido acuda a ayudarla, está a punto
de reproducirse con Patricia, la esposa de Pablo Tomás, por causa
de un no menos inesperado accidente.
- El argumento de la novela que
escribe el abuelo Alberto sobre la guerra de Cuba (el sacrificio que
tiene que hacer la niña Charo para que el capitán Alegre
no capture a su enamorado), es semejante al episodio real vivido por
la abuela Buli, que tuvo que entregarse a un falangista para salvar
a su marido de la ejecución. «
6. La novela es rica en objetos y escenarios
dotados de resonancias simbólicas. No sólo la casa de muñecas,
sino también la poza del Puertorriqueño, en cuyas frías
aguas se baña Pablo Tomás, sintiendo cómo el fluir
del agua le conecta con la vida y el destino de su antepasado. O el gran
castaño del jardín, una especie de depósito de los
secretos y dramas que recorren la saga familiar. «
7. Compuesta por tres novelas que aparecieron
originalmente en la colección juvenil de la editorial Alfaguara,
El oro de los sueños (1986), La tierra del tiempo perdido
(1987) y Las lágrimas del sol (1989), luego recogidas en
un volumen conjunto, Las crónicas mestizas (1992). El protagonista
de esta serie, Miguel Villacé Yólotl, ha transmitido su
primer apellido a uno de los personajes de El heredero, el abuelo
de Pablo Tomás, Alberto Villacé Souto; el segundo apellido
de este último, por cierto, es el de un viejo conocido de los lectores
de Merino: el profesor Souto, asiduo personaje de su narrativa, y en particular
de sus cuentos fantásticos. «
8. El núcleo argumental de El
heredero se puede rastrear en la obra de Merino desde 1991,
fecha en que apareció El centro del aire, uno de cuyos protagonistas,
el escritor Julio Lesmes, publica una novela con un argumento semejante
al de El heredero. El lector interesado puede comprobar este detalle
en la página 262 de El centro del aire (Madrid, Alfaguara,
1991). «
9. Tengo serias dudas de que la presencia
de este personaje sea eficaz en el conjunto de la novela; no veo clara
su relación con el conjunto de la trama y me parece que en última
instancia resulta escasamente funcional. De todas formas, hay que admitir
que un personaje como el de Chon Ibáñez es perfectamente
coherente con el universo literario de Merino; recordemos, a este respecto,
otras muestras anteriores de su devoción por los apócrifos,
como Parnasillo provincial de poetas apócrifos (1975),
escrita en colaboración con Agustín Delgado y Luis Mateo
Díez, y el libro de Sabino Ordás (seudónimo bajo
el que se ocultan el propio Merino, Luis Mateo Díez y Juan Pedro
Aparicio), Las cenizas del Fénix (1985). Por otro lado,
los detalles de la biografía de Chon Ibáñez recuerdan
en algunos aspectos la historia de Heidi, una de las protagonistas de
El centro del aire (1991). «
10. Alguna de las reseñas de
la novela (por ejemplo la Javier Goñi en El País, Babelia,
594, sábado 12 de abril de 2003, p. 9) han puesto de relieve lo
forzado de la reproducción de la aventura hispanoamericana del
Puertorriqueño por parte de su biznieto. «
11. Para no faltar a la verdad, he
de precisar que la nota siniestra del desenlace y de la casa de muñecas
resulta de alguna forma prefigurada en un sueño que el protagonista
narra a su novia Marta en el capítulo 18 de la primera parte (p.
244). En esta pesadilla, que recuerda mucho a la secuencia de Psicosis, de Alfred Hitchcock, en la que
el travestido Norman Bates se lanza cuchillo en mano sobre el desprevenido detective Arbogast, Pablo Tomás se ve perseguido, entre los espacios en
miniatura de la casa de muñecas, por el espíritu de su terrible
bisabuela Pilar. Sueños semejantes tiene Patricia en la segunda
parte, que además acumula otros indicios: la sensación del
protagonista de que la casa de muñecas que ha recibido en su domicilio
norteamericano es diferente a la que él conoció, las impresiones
negativas que sobre Isclacerta y la casa de muñecas expresa Patricia
en su diario, etc. «
Última actualización de la página:
6-12-2005
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