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A
la manera de un libro de viajes al revés:
Hotel Honolulu, de Paul Theroux
Recuerdo
una espléndida boutade de un compañero del I.E.S.
“Picos de Urbión” de Covaleda, quien en cierta ocasión
me sorprendió con su llamativa afirmación de que no existe
mejor manera de viajar que sentado en la taza del váter, con un
atlas sobre las rodillas. Tal vez exagerara o se riera de sí mismo
(yo le recuerdo calzado con gruesas botas de monte y pantalones cortos
que dejaban ver unas pantorrillas musculosas, propias de un buen montañero),
pero no me cabe duda de que no le faltaba razón, pues con cierta
frecuencia los viajes resultan aburridos y frustrantes, cuando no fatigosos
o incómodos. Así que, después de reflexionar sobre
el particular, he llegado a la conclusión de que bajo la aparente
extravagancia de mi colega Juan Carlos (no consigo recordar su apellido)
se escondían en realidad la sencillez y capacidad de convicción
propias de las grandes ideas.
Quisiera precisar ahora la propuesta de mi ex-compañero, completándola
con otros instrumentos más cómodos y portátiles que
los atlas, siempre arduos de manejar, más aún en el reducido
espacio de que dispone un excusado moderno: los cómics (¡qué
hazañas las del Capitán Trueno, el Corsario de Hierro y
el Teniente Blueberry, por los mares boreales, las junglas africanas y
las mesas de Monument Valley!), las novelas de aventuras, siempre
tan propicias para excitar el libre vuelo de la imaginación y,
por supuesto, los libros de viajes. Todos satisfacen la íntima
necesidad de los espíritus, por muy sedentarios que sean (yo diría,
incluso, que cuanto más sedentario el espíritu, más
necesitado de emociones vicarias), de conocer paisajes asombrosos y gentes
inolvidables, de afrontar experiencias reveladoras, de esas que definen
al ser humano y dan forma al carácter. Todos, además, ofrecen
la indudable ventaja de hallarse libres de las incertidumbres, las interminables
esperas y los ubicuos dípteros que en todo lugar y tiempo son la
pesadilla de los viajeros.
El libro que comento en estas páginas1
comparte ciertos rasgos con los géneros que acabo de mencionar.
Se trata, en primer lugar, de una novela ambientada en un escenario de
resonancias tan exóticas como la isla de Oahu (quién no
ha oído hablar de Honolulu, Waikiki, Pearl Harbor, el aloha,
las muchachas polinesias con faldellines de hierba), en el archipiélago
de Hawai. También recuerda, aunque de forma un tanto paradójica,
como trataré de explicar enseguida, a la estructura y la posición
narrativa típica de los libros de viajes, un género que
Paul Theroux ha practicado con maestría y gran éxito a lo
largo de su carrera2.
Y, por último, hay algo también de la estética del
cómic en Hotel Honolulu, en la abundancia de tipos estrambóticos
y grotescos, la destacada preferencia del autor por el trazo grueso, la
farsa y, en última instancia, la carcajada.
La mezcla de géneros, o quizás sería mejor decir
la indefinición genérica, es un rasgo muy característico
de esta obra, cuyo carácter estrictamente novelístico es
más que discutible. Si me viera obligado a definir el libro, yo
diría que se trata de una muestra de un género todavía
por clasificar, el del libro de viajes vuelto del revés. En efecto,
no estamos aquí ante la situación típica del viajero
que observa y analiza la realidad a partir de su propio movimiento, sino
ante la del narrador “inmóvil” que, desde la privilegiada
atalaya que le brinda su cargo de director del hotel que da título
a la novela, transmite la experiencia de otros viajeros, los hombres y
mujeres que llegan a su establecimiento y se alojan en él. Aunque
la novela esté narrada desde la posición de un narrador-protagonista
en primera persona, casi omnisciente, no se trata en modo alguno de un
relato autobiográfico. Por el contrario, el lector adquiere la
impresión de que ni la vida ni la historia del protagonista son
tan importantes como las de los demás personajes que pululan por
entre las páginas del libro. A ello contribuye también la
sensación de estancamiento temporal, como si el tiempo hubiera
quedado detenido entre las paredes del hotel (en realidad, el tiempo narrado
abarca unos cuantos años), y la vida del narrador no fuera sino
la instancia imprescindible para relatar la experiencia de otras vidas
y de otros viajes3.
La estructura narrativa de Hotel Honolulu tampoco es la típica
de una organización novelística clásica, pues aquí
no existe un claro hilo argumental o un protagonista cuya trayectoria
vital unifique el discurso narrativo, sino una estructura deliberadamente
episódica, un conjunto de ochenta historias, prácticamente
independientes en bastantes casos, que se relacionan entre sí gracias
a la constante presencia de varios personajes —el protagonista, su mujer
Sweetie y su hija Rose, el dueño del hotel, el cocinero, el millonario
Royce Lionberg, el erudito Leon Edel, huéspedes cuasi permanentes
como Madame Ma— que en torno a sí y en su interrelación
mutua motivan la mayor parte de los sucesos y anécdotas. Así
pues, no sería exagerado afirmar que, más que una novela
en sentido estricto, ésta se puede considerar como una colección
de capítulos de ese peculiar libro de viajes cuyo narrador no viaja,
o bien como un libro de cuentos formado por piezas que comparten su escenario
principal (el hotel), algunos de sus personajes y un mismo tono e intención.
El Hotel Honolulu, un establecimiento más bien anónimo,
algo decadente y no especialmente moderno, no es sólo un escenario
decorativo, sino también un recurso que concede solidez y unidad
a la estructura. La novela (podemos seguir denominándola así,
aunque no sea más que por comodidad), comienza con una afirmación
de su propietario (Buddy Hamstra, un sinvergüenza simpático
espléndidamente retratado por Theroux): “somos multiplanta”,
que hace alusión a la cantidad de historias que se dan cita entre
sus paredes4.
Tanto el hotel como la novela se hallan repletos de una auténtica
muchedumbre de tipos —camareros, prostitutas, turistas del más
variado pelaje, nativos hawaianos, japoneses, filipinos, norteamericanos,
samoanos, militares, jubilados, personajes reales del mundillo del espectáculo
y fetiches de los medios de comunicación de masas, que configuran
un mundillo abigarrado y curioso, una colmena inquieta, siempre variada
y cambiante, fuente continua de episodios extravagantes y llamativos,
de sucesos variopintos, accidentes, manías y secretos, de pequeñas
y grandes tragedias cotidianas.
La actitud del narrador ante los personajes que entran y salen por entre
esos ochenta capítulos es uno de los rasgos que mejor definen el
libro: curiosidad ante la infinita variedad de la experiencia humana,
pero también una mirada de comprensión, casi estoica en
ocasiones, hacia sus flaquezas y debilidades, todo ello combinado con
la ironía, el distanciamiento crítico y una atinadísima
capacidad para los retratos humorísticos, bajo cuyo aparente tono
burlón suele ocultarse la sombra de la desgracia5.
A pesar de que unos cuantos de los tipos retratados por Theroux sean objetivamente
unos canallas, unos tipos despreciables con los que difícilmente
querría encontrarse, el lector retiene de ellos la impresión
de una vitalidad bullidora y continuamente sorprendente, que se justifica
a sí misma no por su valor ejemplar, sino por su intensidad, su
capacidad de convicción y su habilidad para sostener el interés
del relato.
Esta última virtud tiene mucho que ver con la preferencia del
autor por las vidas extrañas, los tipos marginales y extravagantes,
las tragedias ocultas o insólitas, las oscuras historias familiares,
con sus asombrosos conflictos y su desconcertante pero también
significativa mediocridad. Al elegir conscientemente tales tipos y situaciones
(que sin duda no son los únicos de una sociedad tan vinculada a
las actividades de ocio como la de las Islas Hawai), Theroux no sólo
realiza una opción estilística, sino que también
propone una cierta ética, una ética sin exhibicionismo ni
pedantería, tal vez humilde y limitada, pero también digna
y sugestiva6.
Y hay que subrayar que los retratos de Theroux son magníficos,
al igual que su capacidad para construir breves biografías inolvidables,
en las que se combinan humor, tragedia, patetismo y cotidianidad. Historias
como las de la columnista de prensa Madame Ma y sus perversas relaciones
familares (caps. 15 y ss.), Buddy Hamstra, el gamberro propietario del
hotel (cap. 37), el erudito Leon Edel, una extraña rara avis
en el páramo cultural de las islas (cap. 42), el millonario Royce
Lionberg, víctima a su pesar de un inesperado amor otoñal
(caps. 48 y 50-53), o el anciano cocinero Peewee, con sus años
y su dignidad a cuestas (cap. 72) resultan apasionantes, y en ellas despliega
su autor una gran variedad de recursos y tonos, que abarcan desde lo más
chocarrero y grosero (¡qué catálogo de bromas pesadas
las que resumen la vida del propietario del hotel!), a la delicadeza con
la que trata a personajes como Leon Edel o Peewee.
También se luce el autor en su vena satírica, que ha cultivado
hasta la saciedad (y en más de una ocasión de forma harto
atrabiliaria) en sus libros de viajes. Hotel Honolulu despliega
una sabrosa variedad de invectivas contra los más diversos flancos
de la realidad contemporánea norteamericana: sus recientes mitos
históricos (el desenfrenado apetito sexual del presidente Kennedy
le sirve a Theroux para convertirlo en el padre de la esposa de su protagonista),
sus novelistas de éxito (Stephen King aparece sarcásticamente
retratado como epítome de la mala literatura), los fetiches de
los medios de comunicación (deportistas, actores de cine y televisión,
figuras de la alta sociedad como Jacqueline Kennedy-Onassis y su hijo
John), determinados fenómenos sociales, como la obsesión
por las marcas, las dietas absurdas, la preferencia por la comida basura,
los hábitos de ocio y, en especial, los del turismo de masas, etc.
Además de la sátira de la sociedad americana, otros temas
aparecen de forma reiterada, a modo de leitmotivs que articulan
el discurso narrativo: las relaciones sexuales en todas sus variantes
y combinaciones (la primera línea de la novela dice así:
“Nada me resulta tan erótico como una habitación de
hotel, tan imbuida de vida y muerte”), los conflictos familiares,
a menudo tan complejos como intrincados, la comida (continuamente los
personajes aparecen comiendo y bebiendo), la muerte. La muerte, a menudo
violenta o grotesca (abundan los accidentes insólitos, los suicidios,
los fallecimientos inesperados) y en algún caso hasta fingida,
aparece como el contrapunto trágico de muchas de las vidas que
aquí se relatan, y su inevitable sombra añade un suplemento
de patetismo y futilidad, pero también de dignidad, a ese constante
ir y venir de vidas aparentemente ridículas e inanes.
Resulta casi inevitable que un lector español se asome a las páginas
de Hotel Honolulu desde la expectativa creada por la industria
del turismo y del entretenimiento (quién no tiene presente en su
recuerdo las imágenes recreadas por las películas de Hollywood,
las lujosas revistas de viajes y los documentales sobre naturaleza). Conviene
precisar, por tanto, que en esta novela se encuentran muy escasas trazas
de los elementos que habitualmente solemos asociar a la imagen del exotismo
tropical. Muy al contrario, se trata de un relato de interiores, en general
bastante anodinos, tan abrumadoramente cotidiano como escasamente paisajístico,
a pesar de que muchas de sus historias y de sus personajes mantienen una
inmediata relación con las playas, el surf y los arrecifes de coral.
Lo exótico, en cualquier caso, no ha desaparecido del todo, sino
que ha dado paso a una reflexión esencialmente humorística
sobre la sociedad hawaiana y los resultados de su configuración
mestiza y multicultural.
El
humor, en efecto, brota constantemente del contraste entre los dos universos
que se entrecruzan en la novela, el de los nativos hawaianos (no sólo
los polinesios, sino también los blancos de origen norteamericano
o europeo) y sus visitantes. En medio de ambos mundos aparece el narrador-protagonista,
voluntariamente desvinculado de sus orígenes pero todavía
incapaz de asimilar la idiosincrasia de la sociedad isleña. Y, como resultado de esta triple perspectiva, una verdadera acumulación, a menudo hilarante, de tipos raros, situaciones chocantes y carnavalescas,
conductas aparentemente incomprensibles y deliciosos ejemplos de interferencias
lingüísticas, captadas por el oído atento del escritor.
Un ejemplo verdaderamente antológico de estos contrastes lo encontramos
en el capítulo 62, titulado “La vida sexual de los salvajes”,
relato de la conversación entre cinco amigotes (el protagonista
se cuenta entre ellos, aunque se limita a escuchar los testimonios de
los demás) acerca de sus experiencias sexuales en distintos lugares
del Pacífico. El episodio destaca por la espontaneidad y expresividad
del diálogo, las exageraciones y distorsiones de la realidad, la
acumulación de absurdos y el olímpico desprecio de los contertulios
hacia los ejemplos de la “cultura” (su título es el del
famoso libro que escribiera el antropólogo Bronislaw Malinowski
acerca de las costumbres de los nativos de las Islas Trobiand, un libro
que ninguno de los amigotes ha leído pero que todos se precian
de conocer, y sobre el que el propio Theroux ha tratado por extenso en
Las islas felices de Oceanía).
En cualquier caso, el humor que practica Theroux no es en modo alguno
inocente, sino profundamente melancólico, incluso elegíaco.
No es ninguna coincidencia que el protagonista bautice al bar del hotel
(probablemente el escenario que ocupa más páginas de toda
la novela, y en donde transcurre el episodio al que acabo de referirme)
con el nombre del El Paraíso Perdido, pues como declara el viejo
cocinero Peewee al final del capítulo 72 así es la sociedad
hawaiana bajo la aparente docilidad de su clima y la dulzura de sus gentes:
un mundo habitado por seres nobles, pero poseídos por una tristeza
invencible que brota justamente de esa sensación de pérdida.
Dentro de este universo de contrastes desempeña un papel central
la situación lingüística y cultural de las islas Hawai,
que Theroux describe haciendo hincapié en lo sorprendente de sus
rudimentarias variantes del inglés estándar (cercanas al
concepto de criollo7)
y en su condición ágrafa, casi al borde de la dislalia y
de la incapacidad para la comunicación verbal. En una sociedad
con tales características (cuyo símbolo puede ser ese ejemplar
de Ana Karenina que lee el protagonista, el cual va engordando
y deteriorándose por efecto de la humedad ambiental), la figura
del director del hotel, un hombre que ha escrito libros, que los tiene
en gran estima y que conserva la intención de recuperar su capacidad
de escritura, es un motivo constante para el asombro de sus empleados
y clientes, cuando no para la broma y el chiste.
Hay que advertir, con todo, que la reflexión sobre el lenguaje
no se limita a un recurso fácil para suscitar la risa del lector
(lo cual no impide que Theroux exhiba a cada paso su capacidad para explotar
la vena humorística derivada de ese inglés imperfecto que
practica la sociedad hawaiana). De hecho, Hotel Honolulu puede
interpretarse en clave de narración metaliteraria, como una crónica
de su propia escritura y, más específicamente, como la crónica
del esfuerzo del escritor por recuperar su pulso creativo, que no es sólo
un medio de vida, sino, sobre todo, la única actividad en que verdaderamente
se reconoce y se encuentra a sí mismo. Y es justamente en relación
con este tema como cobra sentido el final de la novela, con su tono de
suave melancolía, con su sensación de pérdida, pero
al mismo tiempo con una elegante y serena aceptación del destino,
con el reconocimiento por parte del protagonista de haber encontrado su
sitio en el mundo. Este final (sería poco acertado llamar desenlace
al término de un relato que no tiene un hilo argumental definido)
tiñe todo el libro de un cierto optimismo, de una sensación
que tal vez pudiera denominarse plenitud, sólo comprensible desde
la perspectiva del protagonista, quien en última instancia recupera
la capacidad de escribir y transmitir historias.
En resumen: Theroux nos ofrece con Hotel Honolulu una novela llena
de humor, de lectura gozosa y a menudo divertidísima, que esconde
bajo su apariencia ligera y desenfadada una honda reflexión sobre
la soledad de los destinos humanos y el patetismo inherente a cada vida
individual. Aunque nada haya en sus páginas de moralina ni de sermoneo,
el novelista norteamericano nos deja atisbar entre tantas y tan diferentes
historias la luz de una provechosa enseñanza: que la comunicación
con otros seres humanos, la mirada misericordiosa hacia sus vidas esencialmente
desvalidas, es el único consuelo frente a nuestro propio destino
mortal.
Notas
1. Paul Theroux, Hotel Honolulu,
Barcelona, Seix Barral (Col. “Biblioteca Formentor”), 2002,
541 páginas. Traducción de Diego Friera y María José
Díez. «
2. Entre los más conocidos de
sus títulos viajeros, cabe destacar El gran bazar del ferrocarril,
El viejo expreso de la Patagonia, Las columnas de Hércules
o Las islas felices de Oceanía. Hotel Honolulu mantiene
una evidente relación este último título, ya que
además de la localización geográfica, las dos obras
comparten algunos rasgos característicos del narrador-protagonista,
en los que, de forma apenas disimulada, se trasluce la biografía
del autor real: el viajero de Las islas es un escritor divorciado,
que busca restañar sus heridas a través de la experiencia
del viaje en kayak por los archipiélagos del Pacífico Sur;
por su parte, Hotel Honolulu añade al trauma del divorcio
el de la sequía creativa, una situación que el protagonista
trata de aliviar mediante la formación de una nueva familia y la
aceptación del ofrecimiento de un empleo —el de director del establecimiento
hotelero que aparece en el título de la novela— del que no tenía
la más mínima experiencia previa. «
3. Tampoco esta actitud es tan novedosa
en el campo de la literatura. El empleo de una figura extraña a
la sociedad en la que habita, que desde su condición foránea
reflexiona sobre la realidad a la que por diversos motivos se aproxima,
aparece en clásicos como Montesquieu (Cartas persas) o nuestro
Cadalso (Cartas marruecas). Mucho más reciente es la descacharrante
actualización del recurso por parte de Eduardo Mendoza, en Sin
noticias de Gurb. El anónimo protagonista de Hotel Honolulu
viene a ser, si no un extranjero, al menos un recién llegado a
la sociedad hawaiana, que, desde una posición ambigua, a medio
camino entre el turista y el nativo, puede observar con distanciamiento
irónico tanto a los isleños como a sus visitantes. «
4. La frase en el original inglés
—“We're multistory”— significa efectivamente que el hotel tiene
varios pisos, pero también, en un juego de palabras de difícil
traducción basado en la doble acepción de la palabra norteamericana
story ('piso, planta', por una parte, e 'historia, cuento', por
otra), que el hotel alberga muchas historias diferentes. Tengo que reconocer
que la precisión no es enteramente de mi cosecha, dado que el comentario
sobre el doble sentido de la expresión original aparece publicada
en la Complete
Review, una página web que reúne varias de las reseñas
norteamericanas de la novela. «
5. Cualidades todas ellas que hallamos
por doquier en los libros de viajes de Theroux. Sin embargo, el malhumor
y la irritación que con frecuencia aparecen en el viajero protagonista
de títulos como Las columnas de Hércules o Las
islas felices de Oceanía, se hallan casi completamente ausentes
de Hotel Honolulu. «
6. Mutatis mutandis, me recuerda
en algunos momentos a los “apuntes carpetovetónicos”
de Camilo José Cela, que siempre me han parecido lo mejor del escritor
gallego. Ciertamente, la realidad que Theroux retrata poco tiene que ver
con la de la “España árida” que Cela cultivó
en sus cuentos y estampas. Sin embargo, de la misma manera que Cela descubrió
una realidad y un modo de mirar en la España de los años
40 y 50, también Theroux es capaz de levantar el velo del exotismo
fácil y mostrar bajo su brillante apariencia una realidad menos
luminosa, más prosaica y, en rigor, más verdadera. «
7. Reciben el nombre de pidgin
o sabires un tipo de “idiomas simplificados que usan comunidades
cuyas lenguas nativas son ininteligibles, para poder entenderse de modo
rápido” (Juan Carlos Moreno Cabrera, La dignidad e igualdad
de las lenguas. Crítica de la discriminación lingüística,
Madrid, Alianza Editorial, 2001, p. 39). Cuando los pidgin se asientan
y difunden, hasta el punto de convertirse en lenguas maternas, se les
denomina lenguas criollas o criollos (véase Claude Hagège,
No a la muerte de las lenguas, Barcelona, Paidós, 2001,
p. 280). No es fácil fijar una frontera bien definida entre ambos
fenómenos, así que no estoy en condiciones de asegurar si
las hablas hawaianas que se retratan en Hotel Honolulu son pidgins
o criollos. En cualquier caso, deben de ser variantes lingüísticas
muy llamativas, a juzgar por la curiosidad que demuestran por ellas varios
novelistas norteamericanos contemporáneos: no sólo Theroux
en esta novela y en Las islas felices de Oceanía, sino asimismo
Tom Wolfe, en el capítulo 17 de Todo un hombre, novela que
también concede un tratamiento humorístico a las hablas
hawaianas (por cierto, en la “Nota del traductor” con que comienza
la versión española de la novela de Wolfe, Juan Gabriel
López Guix hace observaciones muy atinadas sobre los problemas
que presenta la traducción de lo que él denomina reiteradamente
“criollo hawaiano”). Para una visión sumaria de la situación
lingüística de las Islas Hawai, véase Hagège,
ibid., p. 196. «
Última actualización de la página:
6-12-2005
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