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La
criptografía o los límites de la ciencia ficción:
Criptonomicón, de Neal Stephenson
La
publicación de esta novela ha sido saludada, tanto por el público anglosajón
como por el de España e Hispanoamérica, con un entusiasmo que sólo es
comparable a sus colosales dimensiones1.
Tal circunstancia no tendría nada de extraña en un mundillo tan devoto
de su causa como el de los aficionados a la ciencia ficción, especie ya
rara en sí misma (utilizo el adjetivo en su sentido axiológico, valorativo,
y no en el estadístico, pues no somos tan pocos los que disfrutamos del
género), pero ocurre que a esta recepción entusiasta se ha sumado la de
otro grupo mucho más raro (en todos los sentidos): me refiero a la estirpe
de los hacker, esa tribu caracterizada por su déficit de habilidades
sociales, sus caóticos hábitos alimentarios, las tendencias paranoicas
y la propensión a padecer el síndrome del túnel carpiano en sus estadios
más agudos2. Se me ocurre,
sin embargo, que la acogida brindada a Criptonomicón por unos y
otros no carece de una dimensión irónica que sin duda hará feliz a su
autor, puesto que la ingente novela de Stephenson guarda con la ciencia
ficción un parentesco más que dudoso, como más adelante trataré de probar.
Extremando tal vez el sarcasmo, sugiero complementar la afirmación de
la portada del primer volumen de la edición española, donde se declara
que Criptonomicón es “la novela de culto de los hackers”,
con la propuesta de que los esquizofrénicos adopten El Quijote
para su particular santoral.
Lo cierto es que en esta novela hay materia suficiente para justificar
casi cualquier filiación, cualquier parentesco, por muy aberrante o cogido
por los pelos que en un principio pudiera parecer. Se trata de un relato
oceánico, muy complejo desde el punto de vista narrativo, y no sólo porque
su estructura se sustenta en la continua alternancia de dos líneas temporales
—situadas, respectivamente, en la Segunda Guerra Mundial y los años
finales del siglo XX—, sino también por el número y variedad de historias
secundarias, temas (los excursos y digresiones son tan frecuentes como,
por lo general, estupendos), personajes y escenarios. No es mérito pequeño
del autor el haber sabido conectar todos estos elementos con una densísima
e intrincada maraña de relaciones, que por una parte confiere unidad a
la novela, aunque a cambio exige una lectura muy atenta que no siempre
el lector está dispuesto a conceder (y no digo esto como un reproche,
sino más bien como alabanza, porque a menudo la narración resulta tan
apasionante que es difícil resistirse a la tentación de devorar sus páginas).
Resumir el argumento de un modo congruente con tal riqueza resulta una
tarea imposible; no obstante, no es difícil rastrear bajo la tupida fronda
de sus más de mil páginas un esquema argumental tan tradicional, añejo
y delicioso como el de la búsqueda de un tesoro enterrado.
Por
ello me atrevo a proponer para Criptonomicón una etiqueta clasificatoria
algo más conservadora, la de brillante novela de aventuras, de iniciación
y búsqueda intelectual y material, de la que no obstante forman parte
otros muchos elementos. El más abundante tal vez sea el relato
de “hazañas bélicas” ambientado en la Segunda Guerra Mundial, cuyos
escenarios se localizan en todos sus frentes, en la retaguardia y hasta
en los países neutrales, y cuyas peripecias transcurren por tierra (y
bajo tierra), por mar (y debajo del mar) y por aire. Es también una novela
de suspense e intriga que combina dos de sus variantes más típicas: por
un lado, el thriller tecnológico, que no rehuye ni la inclusión
de fórmulas y de gráficos, ni la continua presencia de complicadas nociones
de matemáticas (las técnicas criptografías al frente), meteorología, ingeniería
de telecomunicaciones, etología, botánica o musicología; por otro, el
thriller del mundo de los negocios, donde tienen cabida sublimes
proyectos empresariales con visión de futuro, pero también sórdidos abogados,
tiburones financieros implacables y representantes de estructuras gubernamentales
más bien siniestras. Criptonomicón contiene, asimismo, una suerte
de relato histórico “con licencias”, que incluye varias sagas familiares,
cuyo alcance temporal cubre los 60 últimos años del siglo XX, y en la
que se combinan con gran brillantez escenarios, sucesos y personajes reales
—Alan Turing, Douglas McArthur, el mariscal Göring— con otros salidos
de la imaginación de su autor. Es también un manifiesto ideológico (nada
complaciente con los tópicos del pensamiento políticamente correcto, por
cierto), como todos ellos discutible, pero en todo caso muy representativo
de algunas posiciones intelectuales crecidas y desarrolladas en torno
al fenómeno de Internet. Y, finalmente, la novela de Stephenson constituye
una auténtica fiesta del lenguaje, plena de ingenio, de invenciones estéticas,
hallazgos verbales y episodios divertidísimos, que se caracteriza por
un estilo inimitable construido alrededor de una visión singularmente
mordaz de la realidad, cuya consecuencia es un humor irónico, sarcástico,
capaz de salir ileso de una verdadera profusión de episodios brutales
y sangrientos3.
Es curioso que esta novela obtuviera el Premio Locus del año 2000 en
la categoría de novela de ciencia ficción, puesto que, en mi modesta opinión,
los aspectos de ciencia ficción que hay en ella son mínimos, por no decir
inexistentes4. Naturalmente
que el autor se toma libertades respecto a la historia real (incluyendo
entre ellas el disfrazar algunos escenarios reales mediante topónimos
ficticios como el archipiélago de Qwghlm o el sultanato de Kinakuta, o
inventarse personajes y situaciones en las que se superponen lo real histórico
y lo puramente ficticio), pero éste es un procedimiento habitual en la
creación novelística y no es en absoluto específico de ningún género5.
Además, y aunque la trama narrativa establece un vínculo crucial (una
especie de conspiración para el desarrollo y posterior ocultación de un
código criptográfico), entre los acontecimientos sucedidos en los meses
finales de la Segunda Guerra Mundial y el proyecto informático de crear
la Cripta, un refugio de datos a salvo de cualquier regulación o interferencia
gubernamental o de cualquier otra procedencia, tal vínculo nunca sobrepasa
el nivel de un artificio narrativo necesario para sostener e intensificar
la intriga; de hecho, esta “conexión en el tiempo” proyecta sobre el presente
una influencia muy limitada, y por tanto no tiene entidad suficiente para
que el relato pueda ser considerado como un ejemplo de esa vertiente o
rama de la ciencia ficción que se denomina ucronía o “relato de
mundos alternativos”.
Por
otra parte, la novela contiene muy poco de la genuina especulación científica
o tecnológica que solemos asociar con la ciencia ficción, pues ninguno
de sus motivos científicos o técnicos —algoritmos criptográficos, dispositivos
de ingeniería de las telecomunicaciones, sistemas, programas y equipos
informáticos— son en modo alguno ajenos a nuestra realidad contemporánea.
Por mucho que he prestado atención a estos aspectos a lo largo de mi lectura
(y es posible que me haya equivocado, porque no soy científico ni ingeniero),
no he logrado encontrar nada que se parezca remotamente a una tecnología
que no exista ya entre nosotros y cuyos usos estén perfectamente asentados.
Es cierto que el proyecto de Randy Waterhouse, Avi Halabi y demás socios
de la Epiphyte Corporation de fundar la Cripta suena a delirio de hackers.
Es cierto también que los sistemas informáticos que manejan los protagonistas
contemporáneos son más sofisticados que un simple PC y que su nivel de
comprensión de las tecnologías informáticas no está al alcance de cualquier
usuario (por cierto, la novela destila el típico aire de superioridad
con que los fans de UNIX y Linux miran a quienes se resignan a Windows).
Por último, es asimismo cierto que la comprensión cabal de los algoritmos
criptográficos que aparecen a lo largo de la historia (el tercer tomo
incluye incluso un apéndice donde se detalla el uso del algoritmo de cifrado
Solitaire, basado en una baraja francesa, y que tanta importancia adquiere
en el desenlace) no está al alcance de la mayoría de los lectores. Pero
todo ello no implica una superación del marco empírico de la ciencia y
tecnología actuales, y por tanto hemos de concluir que la novela no posee
esa dimensión especulativa o proyectiva, ese efecto de “extrañamiento
cognoscitivo” que, según algunos expertos, constituye la esencia del género
de la ciencia ficción6.
Tal vez la relación más clara entre Criptonomicón y la ciencia
ficción haya que buscarla por otro lado, tal como sugiere en su reseña
Luis Fonseca, a saber: en la trayectoria literaria de su autor, pues Neal
Stephenson es autor de varias novelas que al parecer encajan sólidamente
(tengo que confesar que no las he leído) en el marco genérico de la ciencia
ficción y más específicamente en esa dudosa categoría horriblemente denominada
cyberpunk7. El hecho
de que la trama novelística preste tanta importancia a las tecnologías
informáticas, de evidente notoriedad y prestigio entre el público aficionado
a la ciencia ficción, y el peculiar sistema de concesión del premio Locus
probablemente han hecho el resto8.
Son llamativas, en cualquier caso, las reacciones de los lectores ante
la publicación de Criptonomicón (hay más de quinientos testimonios
en la web de Amazon, y aunque sólo he leído los treinta o cuarenta primeros,
no resulta difícil aventurar una síntesis a partir de ellos), pues muchos
coinciden en una declaración que más o menos podría resumirse en algo
así: “esperaba encontrarme con otra novela cyberpunk y he leído algo muy
distinto”, comentario que no trasluce en modo alguno decepción, sino antes
bien al contrario.
En realidad, toda esta discusión no deja de ser algo bizantina (pero
a mí me gusta la discusión teórica sobre la literatura), ya que, sea o
no ciencia ficción, la novela de Neal Stephenson es un relato espléndido,
que se lee con esa misma sensación de gozo y placer de las largas tardes
de la adolescencia y primera juventud, cuando no había tiempo para la
comida ni para el sueño, y sólo existían los libros de Julio Verne o Edgar
Allan Poe. Ahora bien, de aquí a identificar, como hace Miquel Barceló,
la importancia de Criptonomicón para la narrativa cyberpunk con
la que El señor de los anillos representa para la literatura fantástica,
(p. 8), va un abismo. Porque lo cierto es que la novela de Stephenson
es, en toda su enormidad, algo irregular, y no exenta de algunos defectos
de cierto calibre. Para empezar, el de su final, un tanto inconsistente
y como apresurado, con la reaparición de un personaje secundario
(no lo mencionaré para no estropear la intriga) que irrumpe teatralmente
en el desenlace, casi como si fuera un deus ex machina, para complicar
la vida a los protagonistas.
En segundo lugar, creo que puede advertirse un cierto desequilibrio entre
las dos líneas temporales que estructuran la novela. Tal vez sea una exclusiva
cuestión de gusto personal, y otros lectores puedan opinar de forma diferente
(reconozco que el mundo de los negocios siempre me ha parecido aburridísimo,
y que en cambio siento auténtica pasión por los relatos bélicos), pero
yo he tenido la reiterada sensación de que el conjunto de personajes y
situaciones que se desarrollan a lo largo de la II Guerra Mundial es mucho
más vigoroso e interesante que los que pertenecen a la época contemporánea.
El dramatismo, la variedad, la tensión y el humor que acompañan a las
aventuras, a menudo truculentas hasta lo casi inverosímil, del criptógrafo
norteamericano Lawrence Waterhouse, del marine Bobby Shaftoe, del teniente
japonés Goto Dengo, del capitán del U-boot alemán Günther
Bischoff o del enigmático (un personaje quizás abusivamente enigmático)
Enoch Root, no puede compararse con el interés puramente novelístico del
proyecto empresarial emprendido por Randy Waterhouse (nieto de Lawrence)
y sus socios. Stephenson alcanza la cumbre de su talento narrativo en
su visión cruel, ácida e inimitablemente sarcástica de las acciones de
la gran conflagración bélica, y sobre todo en aquellas que tienen lugar
en diversos escenarios del sudeste asiático: Shangai (donde comienzan
los lances protagonizados por ese estupendo personaje que es el marine
Shaftoe), Guadalcanal, Nueva Guinea o Filipinas. Frente a la grandiosa
estatura de Shaftoe, una verdadera máquina militar, o frente a las asombrosas
peripecias del teniente Goto Dengo, no menos industrioso y hábil que el
anterior, frente a las tribulaciones a menudo cómicas de Lawrence Waterhouse
en su titánica tarea de descifrar los códigos del Eje y proteger sus propios
avances, palidecen las aventuras empresariales de la Epiphyte Corporation,
en lucha contra aviesos adversarios comerciales, o los detalles del más
bien soso y anodino romance entre Randy Waterhouse y la submarinista Amy
Shaftoe (nietos del criptografo y el marine, respectivamente). El hecho
de que el retrato del mundo de los negocios y de la alta tecnología en
el cual se desarrolla esta segunda línea narrativa también esté presidido
por el humor, la ironía y la burla, con dardos más que mordaces hacia
los fanáticos de los ordenadores, los ambientes universitarios del feminismo
y el pensamiento políticamente correcto, los gestores de inversiones (estupenda
la descripción del malvado de turno, el inversionista Hubert Kepler, alias
el Dentista), los abogados y los círculos de la administración norteamericana,
no compensa a mi entender la distancia entre los dos ámbitos de la novela.
Incluso las motivaciones e implicaciones ideológicas de la conducta de
unos y otros personajes toleran escasa comparación. Los valerosos sacrificios
del marine Shaftoe y el criptógrafo alemán Rudolf von Hacklheber alcanzan
a lo largo del relato un profundo significado expiatorio; por su parte,
la supervivencia del teniente japonés Goto Dengo, tras arrostrar un sinnúmero
de peligros, constituye el premio a un arrepentimiento sincero y la oportunidad
de contribuir a un proyecto secreto destinado a crear un futuro mejor
para su país y para el mundo. En cambio, los motivos de Randy, Avi Halaby
y sus socios para llevar adelante la empresa de la Cripta, convencidos
de la intrínseca perversidad de los gobiernos y de la no menos intrínseca
bondad de la ética hacker, son, a mi modo de ver, pueriles (y algo
de puerilidad tiene también la decisión que toman respecto a qué hacer
con el tesoro protegido durante tantos años por el código Aretusa), cuando
no abiertamente discutibles desde un punto de vista moral (volveré sobre
ello al final de esta reseña).
En todo caso, creo que es preciso reconocer que la mezcla que Stephenson
realiza entre ambos mundos, el del pasado y el presente, el del enfrentamiento
bélico y la guerra comercial, su constante solapamiento e interferencia,
constituye un mérito en sí misma. Y aún diría más: ese abigarramiento
y mezcolanza, ese fluir vital y aparentemente caótico, ese discurso prolijo,
desatado, tumultuoso, casi inconsciente de sus límites, es el mérito principal
de la novela. De hecho, yo creo que el mejor Stephenson no se halla en
la composición general, ni en la invención del argumento o en el diseño
de los personajes, sino más bien en un terreno más acotado, el de la escena
breve, a menudo de trazo violento y grueso, en el que es capaz de desplegar
una serie de infinitos recursos de imaginación y estilo que proporcionan
a su prosa una intensidad inconfundible. Se podrían multiplicar los ejemplos,
así que sólo citaré unos cuantos: el apocalíptico ataque a Pearl Harbor,
narrado desde la asombrada perspectiva del novato Lawrence Waterhouse
(vol. I, pp. 86-90), las descripciones del casco antiguo de Manila mientras
Randy pasea por ella (I, 117-121) o del sultanato de Kinakuta a vista
de pájaro (I, 245-247), la irónica y como despegada narración de la aniquilación
del convoy japonés que transporta a Goto Dengo (II, 11-16), la recreación
del conocido episodio bélico de la interceptación y derribo del avión
en el que realizó su último viaje el almirante Isoroku Yamamoto (II, 26-30),
el escatológico relato de un adelantamiento de un camión de cerdos en
una carretera filipina (II, 230-232), la escena en que Lawrence toca el
órgano con desatada intensidad, pensando al mismo tiempo en cómo descifrar
códigos y en acostarse con su novia (II, 297-299), o la narración de la
ingeniosa y terrible estrategia que emplea Bobby Shaftoe para destruir
una fortaleza japonea, acción en la que entrega su vida (III, 198-203).
En conexión con su tumultuoso discurso narrativo hay que valorar también
otro rasgo característico de la novela, su llamativo y reiterado recurso
a la amplificación. Hay excursos y digresiones para todos los gustos:
especialmente sobre técnicas criptográficas, pero también acerca de las
ventajas de los trajes masculinos elegantes, sobre la forma y la textura
de los cereales del desayuno, a propósito de la utilidad de las barbas
en los trópicos, sobre un método de espionaje electrónico denominado “phreaking
Van Eck”, respecto a la incidencia de la masturbación en el rendimiento
intelectual, sobre la ineficacia de los sistemas de ejecución previstos
en el código penal filipino o acerca de la vinculación de la figura mitológica
de la diosa Atenea con el desarrollo técnico. Y aunque en algún momento
el lector se vea tentado de pasar páginas en busca de la continuación
del hilo narrativo, hay que admitir que las digresiones de Stephenson
son divertidas, ingeniosas, y que además proporcionan a la novela una
riqueza de perspectivas ciertamente poco común y, desde luego, insólita
en la narrativa de ciencia ficción —si es que se trata de una novela de
ciencia ficción— a la que la mayoría de los aficionados estamos acostumbrados.
Tanto como en la digresión, el estilo de Stephenson se basa en el empleo
inteligente de la intertextualidad (ya desde el título, claro,
con ese homenaje transparente a H.P. Lovecraft). La identificación y análisis
de los procedimientos de cita, de las parodias, ecos y pastiches, darían
para una tesis doctoral, y no es éste lugar para demorarse en ello. Lo
que llama la atención es que el autor los utiliza de forma muy característica,
como un rasgo definitorio de una de las dos líneas narrativas, la que
transcurre en la actualidad, y ello no es casual, pues corresponde verosímilmente
al retrato de grupos sociales —ingenieros, informáticos, abogados, profesores
universitarios— que son conscientes del fenómeno y hasta lo consideran
como un signo distintivo, un mecanismo de identificación y pertenencia.
Así, no es extraño encontrarse con usos de la intertextualidad que retratan
agudamente las circunstancias de determinados ambientes intelectuales
en Estados Unidos y los países anglosajones: un episodio de enfrentamiento
entre hackers y agentes del gobierno, narrado como si se tratara
de las luchas entre las diferentes razas que habitan el mundo de El
señor de los anillos, o abundantes empleos metafóricos de las características
del sistema operativo UNIX, o el hecho de que continuamente Randy Waterhouse
haga escarnio del lenguaje políticamente correcto y los tópicos de la
semiología y la deconstrucción, como una sutil forma de venganza sobre
su ex-novia Charlene.
Quisiera finalizar mi reseña con un breve análisis “político”
de la novela. Soy consciente de los riesgos que trae consigo el formular
reparos ideológicos a un texto tan amplio (e irónico) como el presente,
pero también creo que el libro de Stephenson no es inocente en ninguno
de los sentidos de la palabra, y que su impacto sobre el público exige
alguna reflexión al respecto. En primer lugar, diré que no llego a comprender
por qué ha de ser obligatoria la fe radicalmente libertaria (a menudo
portadora de un pensamiento ferozmente capitalista) que propagan algunos
círculos informáticos, con los cuales esta novela parece identificarse
a través de las actividades de la Epiphyte Corp., como si toda
regulación gubernamental del fenómeno de Internet fuera intrínsecamente
perversa, y en cambio no lo fuera la ocultación deliberada de recursos
financieros al fisco (uno de los fines, aunque no el único,para el que
nace el proyecto de la Cripta), o la comisión de actividades delictivas
—pornografía infantil, incitación al odio racial o
a la violencia, comercio ilícito de todo tipo— que
como es sabido basan su existencia en servidores de Internet opacos a
la acción de la justicia.
Más
cuestionable me parece aún la ideología subyacente (el “subtexto”,
que diría con su habitual retranca Stephenson) al retrato de Avi Halaby,
el socio principal de Randy Waterhouse, quien dedica todos sus esfuerzos
al propósito esencial de prevenir la repetición de la Shoah, el
Holocausto que el pueblo judío sufrió a manos de los nazis. Desde luego
que tal motivación es plausible en sí misma, pero no tanto el modo en
que Avi desea llevarla a cabo: colocar en la Cripta el PEPH, o Paquete
de Educación y Prevención del Holocausto, que él mismo define como “un
manual de prevención de holocaustos... una guía de tácticas de guerrilla”
(p. 102). No es, desde luego, un proyecto inocente y puro, sino un reconocimiento
explícito de la necesidad de la violencia, aspecto este sobre el cual
la novela adopta una postura ambigua: aun cuando Randy y la voz del narrador
formulan unas cuantas ironías respecto a la terquedad sionista de Avi
o a su conservadora vida familiar, lo cierto es que el relato en su conjunto
parece dar por bueno su programa (y un lector mínimamente atento a la
actualidad internacional no puede menos que interpretar esta actitud como
un refrendo de la impresentable política que lleva a cabo el estado
de Israel). Esta línea de pensamiento se ve confirmada, más allá de todo
el arsenal de burlas y cuchufletas característico de la novela, por el
innegable tufillo pro-norteamericano que destilan muchos de sus episodios
(no solamente los bélicos, lo cual sería perfectamente aceptable, al menos
para alguien que considera que la victoria de los Aliados en la Segunda
Guerra Mundial fue beneficiosa para la Humanidad), de los que se deduce
una visión de los Estados Unidos, en línea con los habituales tópicos
de campeón del mundo libre, valedor de las libertades y protector del
desarrollo de los pueblos, que no puede ser más acomodaticia y manida.
Este convencionalismo ideológico puede considerarse (o no) un aspecto
criticable, pero de lo que no cabe duda es que constituye un argumento
que confirma las reticencias que ya he expreado a la hora de aceptar el
carácter “cienciaficcional” de Criptonomicón. Tomando como referencia
la definición del género propuesta por Darko Suvin (véase la nota
6), es preciso concluir con la afirmación de que la obra de
Neal Stephenson no sólo no crea un mundo narrativo empíricamente distinto
al nuestro, sino que tampoco logra (en realidad, yo creo que ni siquiera
lo pretende) el necesario extrañamiento cognitivo que es la nota característica
de la mejor ciencia ficción.
Aunque... ¡qué más dará una cosa u otra! Déjense de monsergas
que sólo importan a los exquisitos y compren Criptonomicón, editado
en tres hermosos tomos cuyos lomos, además, quedan preciosos en la estantería.
Lean Criptonomicón, aunque no les guste la ciencia ficción. Y los
que suelen presumir de su desprecio hacia el género, que los hay, aquí
tienen una oportunidad para olvidar los escrúpulos y actuar con criterio
propio (con la excusa de que no es lo que parece, claro). Pero eso sí,
van a necesitar unos cuantos días libres, porque el libro de Neal Stephenson
no les va a dejar atender debidamente a sus obligaciones. Están advertidos.
Notas
1. Aunque la novela
apareció en la edición norteamericana (Cryptonomicon, Avon Books,
mayo de 1999) en un único volumen de algo más de 900 páginas, la versión
española ha sido publicada por Ediciones B en tres volúmenes (números
148, 151 y 154 de la colección Nova), con traducción de Pedro Jorge Romero.
Se ha mantenido el título original (Criptonmicón), aunque cada
uno de los volúmenes lleva un subtítulo, a saber: I. El código Enigma,
II. El código Pontifex, III. El código Aretusa). En total,
los tres volúmenes de la edición española representan casi
1100 páginas. «
2. La especie existe,
no es un lugar común. Podría citar algún ejemplo real bien próximo (que
el lector piense por su cuenta), pero prefiero esgrimir otra clase de
argumento, representado por una reciente novela de éxito, la descacharrante
Lo mejor que le puede pasar a un cruasán, de Pablo Tusell, cuyo
protagonista manifiesta un comportamiento antisocial y un toque paranoide
(que tiene ocasión de manifestarse en una historia
de tramas secretas, códigos criptográficos en Internet e inquietantes
construcciones subterráneas) no demasiado diferente al de unos cuantos
personajes de la novela de Stephenson. Y por lo que concierne al famoso
síndrome del túnel carpiano, que destroza las muñecas de los adictos a
los ordenadores, no es cosa de tomárselo a cachondeo, a juzgar por el
aviso que figura en el teclado inalámbrico de Logitech que hace poco regalamos
a mi padre con motivo de su septuagésimo quinto cumpleaños. No me resisto
a la cita literal: “ADVERTECNCIA: Ciertos expertos creen que el empleo
de cualquier tipo de teclado puede ocasionar lesiones graves”. «
3. Un estilo que, en líneas generales,
ha sido bastante bien captado en la traducción de Pedro Jorge Romero,
quien en algún momento (p. 273, a propósito de una interpretación tronchante
del acrónimo INRI) tiene la honradez de reconocer que no puede superar
con su traducción los hallazgos verbales de Stephenson. Pero, de todos
modos, hay alguna opción lingüística chirriante, como la continua presencia
del verbo asumir, utilizado con el sentido de 'suponer, tener en
cuenta, considerar', que sí tiene el verbo inglés to assume, pero
que resulta poco aceptable en castellano (de hecho, el Diccionario
del español actual, de Seco, Andrés y Ramos, ni siquiera registra
tal uso). «
4. El responsable de la edición española,
Miquel Barceló, se ha visto obligado a reconocerlo así: “no se me oculta
que muchos lectores podrían preguntarse qué hay de ciencia ficción en
una novela como Criptonomicón” (p. 6). Por su parte, Luis Fonseca,
en su reseña de la novela declara: “difícilmente podríamos encuadrar Cryptonomicon
en este género. Arriesgando un segundo calificativo lo describiría como
«mainstream asimilado». Asimilado con gusto por la comunidad de
la ciencia ficción, sin duda, en recompensa por los servicios prestados
por la corta pero intensa obra de Stephenson (Zodiac, La era
del diamante y, especialmente, Snow Crash)” (la reseña se ha
publicado en http://www.archivodenessus.com/rese/0380;
también está incluida en la presentación del tercer volumen de
la novela). «
5. Los antecedentes ilustres de este
procedimiento son legión, pero me gustaría citar dos muy cercanos, que
además comparten con la novela de Stephenson la ubicación en la II Guerra
Mundial y el protagonismo de científicos ocupados en desvelar las interioridades
de la maquinaria militar nazi: Enigma, del británico Robert Harris
(1995), una novela sobre el desciframiento del famoso código alemán, que
estoy seguro ha sido conocida por Stephenson, y En busca de Klingsor,
del mexicano Jorge Volpi (abril de 1999), dedicada a la búsqueda de un
misterioso científico director del programa alemán de investigaciones
atómicas. Ambas son dos novelas magníficas (bastante más amargas ambas
que la de Stephenson), que sobre una base histórica real realizan un tratamiento
ficcional muy convincente, lo cual no creo que autorice a designar a ninguna
de ellas como de ciencia ficción. «
6. La definición corresponde a uno
de los más prestigiosos expertos en el género, el profesor Darko Suvin,
en Metamorfosis de la ciencia ficción. Sobre la poética y la historia
de un género literario, México, Fondo de Cultura Económica, 1984,
p. 26. Suvin señala que la ciencia ficción “parte de una hipótesis ficticia
(«literaria»), que desarrolla con rigor total («científico») [...]. El
resultado de esa presentación fáctica de hechos ficticios es el enfrentamiento
de un sistema normativo fijo [...] con un punto de vista o perspectiva
que conlleva un conjunto de normas nuevo. En teoría literaria se llama
a esta actitud de extrañamiento” (p. 28). Y más adelante define
la ciencia ficción como “un género literario cuyas condiciones necesarias
y suficientes son la presencia y la interacción del extrañamiento y la
cognición, y cuyo recurso formal más importante es un marco imaginativo
distinto del ambiente empírico del autor” (p. 30). «
7. En la entrada correspondiente de
The Encyclopedia of Science Fiction (New York, St. Martin's Press,
1995, pp. 288-290), John Clute y Peter Nichols señalan que el término
cyberpunk designa una corriente de la ciencia ficción que se originó
en los primeros años 80, y cuyos principales representantes son los escritores
Bruce Sterling y William Gibson. Temas fundamentales en esta corriente
son el retrato de un mundo política e industrialmente globalizado, la
influencia en la condición humana de los implantes corporales y de las
drogas, y los cambios sociales provocados por la difusión de las redes
de datos y la realidad virtual. La narrativa cyperpunk se caracteriza
también por su combatividad respecto a las estructuras sociales y políticas
tradicionales y por lo agresivo y polémico de sus propuestas literarias.
De las novelas de Stephenson que suelen asociarse a la narrativa cyberpunk,
dos están publicadas en castellano: La era del diamante: manual
ilustrado para jovencitas y Snow Crash. La primera fue editada
por la colección Nova de Ediciones B en 1995; la segunda ha sido publicada,
manteniendo el título original, por Ediciones Gigamesh en 2000. Esta última
es objeto de la selección del equipo redactor de Las
100 mejores novelas de ciencia ficción del siglo XX (Madrid, La
Factoría de Ideas, 2001, pp. 205-206). «
8. Convocado por la revista Locus
Magazine, especializada en ciencia ficción, literatura fantástica
y horror, se concede por votación de los lectores. Pueden verse las normas
del premio y un completísimo indice en http://www.locusmag.com/SFAwards/Db/Locus.html.
«
Para saber más
Algunos de los temas tratados en la reseña se pueden ampliar en
las siguientes direcciones de Internet:
Última actualización de la página:
6-12-2005
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