Un intento de cine bélico español:
Guerreros
, de Daniel Calparsoro

Cartel de la películaVaya por delante mi reconocimiento hacia el director Daniel Calparsoro por haberse atrevido con un género tan infrecuente en la cinematografía nacional. Ahí es nada, un filme bélico localizado en un conflicto rigurosamente contemporáneo (la guerra de Kosovo), y además protagonizado por militares del ejército español. Era una empresa difícil por varios motivos: no sólo porque un tratamiento digno del género exigía un despliegue de medios que parecía sólo apto para cinematografías con un soporte industrial y de mercado mucho más sólido (afortunadamente, la factura técnica de la película demuestra lo infundado de tales reticencias), sino sobre todo porque el respeto a las reglas que definen este género impone una base argumental de entidad, que no puede ser otra que la de un conflicto militar en toda regla, con tropas, armas, combates y, por supuesto, con bajas.

Y aquí es donde, creo yo, se presenta un problema insalvable, ya que las circunstancias reales de la participación de los militares españoles en las sucesivas guerras que han desmembrado lo que un día fue Yugoslavia limitan hasta tal punto el planteamiento narrativo (pues, hasta donde yo sé, las tropas españolas no han protagonizado acciones de guerra en sentido estricto, aunque sí hayan sufrido una veintena de bajas mortales), que el director opta por compensar lo escaso y endeble del argumento —aun así muy típico del cine bélico, con antecedentes perfectamente identificables que se podrían rastrear en títulos como Objetivo Birmania, Comando en el Mar de China, Apocalypse Now, Corazones de hierro, Capitán Conan o Salvar al soldado Ryan, entre las películas de guerra, y Deliverance o El señor de las moscas, en otros géneros— con una puesta en escena abigarrada y retórica, que conforme progresa su metraje va dando a la película una impresión cada vez más confusa.

Se ha dicho y se ha escrito hasta la saciedad que Guerreros no es una película bélica al uso. Director y actores han coincidido al declarar (no pretendo ser exacto en las citas) que comienza como una película de guerra y acaba como una película de terror, o que es una historia de personajes, más que de guerra en sentido estricto. Dejando a un lado la actitud vergonzante que subyace a estos testimonios, los cuales parecen pedir disculpas de antemano por la participación de quien los emite en un género de tanta solera y tan apreciado por los aficionados (no todos ellos belicistas descerebrados, por cierto), lo cierto es que si Guerreros no es una película bélica al uso no es porque se halle al margen de los códigos establecidos (¿qué argumento hay más propio del género bélico que la incursión de un pelotón de soldados en territorio hostil, y qué actitud más característica de aquél que el alegato antibelicista?), sino, sencillamente, porque no hay guerra en ella, sino una borrosa sucesión de escaramuzas, construidas a partir de un guión inconsistente e innecesariamente truculento.

Para comenzar, el título de la película es de una solemnidad tan pretenciosa que, una vez vista, produce sonrojo. Supongo que el director y la productora han buscado una palabra de fonética rotunda y connotaciones entre míticas y legendarias, que “dé bien” en los carteles publicitarios y en el oído de los espectadores. Sin embargo, ni los protagonistas del filme (un pelotón de soldados españoles del arma de Ingenieros, al mando de un teniente, a quien se le encomienda la misión de reparar una estación eléctrica en la llamada “zona de exclusión” de la frontera serbo-kosovar) ni sus adversarios (los guerrilleros kosovares de la UCK y los paramilitares serbios, para mí completamente indiscernibles a lo largo de la historia) se parecen en nada a lo que podría evocar el pomposo título. Los ingenieros españoles resultan unos pardillos, los militares franceses que les acompañan en la misión unos engreídos, los oficiales de todas las nacionalidades una auténtica antología del disparate táctico1, y los irregulares serbios y kosovares una chusma amorfa cuyas señas de identidad parecen reducirse al panchovilismo más grotesco, la exhibición machista del armamento y la admiración por ¡el Real Madrid!

El teniente AlonsoPor mucho que esta película se pretenda “de personajes”, mi impresión es que no dibuja bien a unos protagonistas que, con un trabajo algo más ajustado de guión, podrían haber sido de gran interés. Desde su brioso arranque, Guerreros plantea un enfrentamiento entre el soldado Vidal, inexperto e idealista (un Eloy Azorín bastante más sólido que en Juana la Loca, pero aun así algo verde para un papel que exige enorme entidad dramática) y el resto de los miembros de su pelotón, que con la posible excepción de la soldado Balbuena (Carla Pérez), configuran un grupo de jóvenes desclasados, preocupados sólo por salvar el pellejo y no trabajar más de la cuenta. Nada hay que decir contra este planteamiento, tan poco épico pero al mismo tiempo tan realista (mi propia experiencia en el servicio militar lo confirma, y no creo que las cosas hayan cambiado mucho en el nuevo ejército profesional). Sí creo, en cambio, que se pueden presentar serias objeciones a cómo Calparsoro ha reflejado la convivencia entre estos hombres y mujeres, que a veces parecen más bien autistas con profundos problemas de incomunicación que compañeros de armas.

Tal circunstancia no es, como pudiera pensarse, un reflejo realista de las limitaciones impuestas por las condiciones de la guerra de Kosovo o por la prosaica vida cuartelera, sino más bien una consecuencia de lo que yo considero defectos del guión y de la dirección actoral. Viendo la película, uno tiene la recurrente y extraña sensación de que los soldados, suboficiales y oficiales que ha conocido en el ejército o fuera de él no hablan ni se comportan como los del filme. Cuando el cabo Ballesteros (Jordi Vilches, un actor con unos fallos de dicción intolerables) intimida al soldado Vidal, en las estrecheces del BMR, con aquello de “me molesta tu aliento”, o cuando el sargento Rubio (Rubén Ochandiano) declara sobre la torreta del blindado que “el ejército español se ha convertido en una empresa de servicios”, o cuando el teniente Alonso (un Eduardo Noriega muy desaprovechado) le exige a Vidal “mírame a los ojos” (de nuevo no pretendo que las citas sean exactas), yo siento, en mi doble calidad de espectador aficionado al género bélico y antiguo cabo de una unidad de Infantería en los tiempos de la mili de recluta, que algo rechina en mis oídos, algo no fácil de definir, una extraña mezcla de solemnidad o de trascendentalismo vacuo por una parte, y de rudeza cuartelera, por otra, que no es que sea imposible en una conversación real, pero sí inverosímil en términos cinematográficos, y desde luego perjudicial en cuanto a la cohesión dramática de la película2.

Y a todo ello hay que sumar el hecho, tan poco tolerable en una película “de personajes”, de que varios de ellos circulen por la historia sin rumbo ni meta. Del teniente Alonso nunca acabamos de saber si es un incompetente, un cobarde o, sencillamente, un hombre cabal superado por los acontecimientos (no entiendo por qué en todas las reseñas promocionales se destaca su talante “ambicioso”, yo no veo la ambición por ninguna parte, sino en todo caso las ganas de cumplir con su deber). La intérprete Mónica (Sandra Wahlbeck) sólo forma parte del reparto para justificar una secuencia de un tremendismo repetitivo, que se hace insoportable no tanto por su crudeza cercana al gore, sino por lo artificiosamente que el director la demora. Por su parte, la presencia en el pelotón de la soldado Balbuena, víctima de una violación que el director oculta pudorosamente (y hay que reconocerle la elegancia de la elipsis), apenas se justifica argumentalmente hasta el momento de la violación. En cuanto al soldado Lucas (Roger Casamayor), su retrato como un individuo casi descerebrado, que utiliza a modo de pijama la camiseta del Atleti de Jesús Gil y juega compulsivamente a videojuegos bélicos, constituye menos un interesante referente sarcástico sobre la previsible composición del ejército profesional español (y aquí Calparsoro se podría haber “mojado” a fondo) que una percha sobre la que colgar un personaje esperpéntico, víctima de una muerte que de nuevo se caracteriza por el efectismo y por una presentación cercana a lo grotesco. Por último, el sargento Rubio, representado por un Rubén Ochandiano de rasgos rotundos y pétreos, ofrece el perfil característico del suboficial duro, decidido y enérgico tantas veces retratado en el cine bélico, pero el interés del personaje y del conflicto que en algún momento parece llamado a liderar —el amotinamiento frente a la inútil autoridad del teniente Alonso— se diluye demasiado pronto gracias a un oportuno disparo en el pie, que reduce la función dramática del personaje hasta conducirlo a la categoría de mero comparsa, eso sí, con su escena sangrienta a cuestas (una “operación” sin anestesia, que resulta totalmente innecesaria en términos de funcionalidad narrativa).

El soldado VidalEn realidad, sólo el personaje del soldado Vidal mantiene una consistencia apreciable. Es el único con historia, con motivaciones dignas de tal nombre, con una evolución que, no por esperable, carece de interés. La apariencia desvalida y a un mismo tiempo inteligente de Eloy Azorín le permite abordar con garantías un personaje que es toda una tradición en el género, el del soldado vocacional arrojado al infierno de la guerra, que descubre todo el salvajismo y la crueldad de la que es capaz el ser humano movido por el instinto de supervivencia y la sed de venganza. Sin embargo, tampoco este personaje se ve libre de los efectos perniciosos de un planteamiento narrativo que no sé muy bien cómo denominar, de una especie de desconfianza o alergia del director hacia la palabra, hacia la comunicación articulada. En efecto, los protagonistas de Guerreros raras veces se comunican entre sí; en vez de conversar, se miran, gruñen, mascullan, o sencillamente se ignoran. Y en su insistencia en sustituir la palabra por un catálogo de miradas y gestos que se suponen preñados de significación, pero que en realidad resultan huecos e impostados, Calparsoro acaba por hartar la benevolencia del espectador3.

Una benevolencia que también queda afectada por la afición del director al efectismo. Es inevitable que toda película que pretenda denunciar la crueldad de la guerra se vea en alguna medida comprometida con el exceso, pero también que el director se recrea en situaciones límite. Los ejemplos abundan: la agonía atroz de la intérprete destrozada por una mina, cuyo sufrimiento se prolonga sin que los militares españoles sean capaces de ayudarla (y la verdad es que su inacción no se justifica argumentalmente con una situación de peligro inminente)4; el increíble episodio en que un enloquecido soldado Vidal comienza a golpearse contra las paredes de su celda hasta perforar un hueco en ellas (y habría que tener en cuenta, para calibrar el significado de este suceso, que Eloy Azorín no es precisamente un hércules); o la forzadísima secuencia del final de la película, durante la cual la cámara se mueve espasmódicamente, en un plano interminable y a todas luces excesivo, en pos de los aterrorizados soldados rodeados por la multitud.

Pero la secuencia que más rechina es la de la fosa en la que se refugian los protagonistas tras escapar de sus captores, en cuyo interior unos irregulares (que uno no sabe bien si son serbios o kosovares) vuelcan un remolque lleno de cadáveres. Los soldados aguardan pacientemente a ser cubiertos por los cuerpos y por la cal que sobre unos y otros depositan los enterradores, sin defenderse o huir. El espectador se pregunta el porqué de este comportamiento inverosímil —los enterradores están desarmados mientras cumplen su macabra tarea—, aunque en seguida se lo explica cuando a continuación la cámara muestra un plano general de la fosa común, de la que emergen los vivos reptando por entre los muertos, como si fueran zombis o espectros (¿a esto se referían las apelaciones al cine de terror?), con caras deformadas por el horror y por la cal, entre gemidos y estertores que, sin embargo, no oyen los irregulares, entretenidos unos pasos más allá en fumarse un cigarrito reparador. Es difícil recordar un encadenado de inverosimilitudes tan flagrantes, que sólo se justifican por el deseo del director de subrayar con planos dantescos y apocalípticos la transformación de los hombres en animales y la conversión del mundo racional en una pesadilla. Pero apurar tanto los simbolismos, exagerar tanto la nota, no sirve más que para distanciar la película del posible efecto catártico que persigue. De hecho, cuando finalmente los soldados españoles se hacen con el Kalashnikov de sus involuntarios enterradores y les disparan fríamente por la espalda, casi dan ganas de aplaudir...

Cabría reprochar también ciertas opciones estéticas de la cinta, como el feísmo de su tramo final, la nocturnidad de ciertas secuencias, que sólo aporta confusión al relato (uno también tiene la sospecha de que sirve para “tapar” algunas insuficiencias de la producción, particularmente en lo que hace a la reconstrucción de los escenarios), o la utilización de angulaciones y movimientos de cámara —sobre todo en las secuencias de la detención y la tortura (¿real o imaginaria?) del soldado Vidal—, demasiado ampulosas y además descaradamente imitadoras de los estilemas del thriller y del cine de terror contemporáneo. En todo caso, estas opciones serían legítimas si hubiera una historia cabal que las sustentara. El problema no se halla en la estética de Calparsoro, tan discutible como otra cualquiera, sino en las grietas que amenazan el edificio entero de la construcción narrativa, en una historia y en unos personajes insatisfactorios y, a la postre, fallidos.

El teniente Alonso y el soldado Vidal, en un combateAl lado de estos errores, los indudables méritos de la cinta —la valentía de haber afrontado un género casi inexplorado en nuestro cine, la apuesta por liberarse del corsé de un cierto costumbrismo “renovado” que en demasiadas ocasiones lastra las producciones españolas contemporáneas, la confianza en actores que representan una juventud que tiene muy poco que ver con la que habitualmente contemplamos en la pequeña y en la gran pantalla, la eficacia de la mayor parte de los aspectos relacionados con la ambientación y con la labor de producción, y hasta cierta audacia ideológica en la presentación de una institución tan desconocida como el ejército profesional— se resienten en gran medida. Por todo ello, y si se ha de formular un pronóstico acerca de la posible evolución del género bélico español a la luz de este intento cuasi inaugural, tendría que enunciarse de forma más bien pesimista. En mi opinión, Calpasoro no logra los objetivos que se había fijado, pero es que además no parece previsible que la microhistoria de los conflictos armados contemporáneos en los que han intervenido militares españoles pueda dar mucho más de sí, ni tampoco que el futuro más próximo suministre material narrativo de mayor enjundia que el que ha utilizado el director de San Sebastián (¡ojalá no me equivoque!).

Lo cual no quiere decir que ese material no exista. No hace falta remontarse a la Guerra Civil, que en su vertiente estrictamente bélica, es decir, fuera de la parodia o la mitificación, parece un tema tabú o al menos de complejidad prohibitiva para la cinematografía española. Más cerca tenemos algunos acontecimientos que están exigiendo su narración y su película: ¿qué sabe el gran público de lo que pasó en Ifni, o en la retirada del Sáhara, a raíz de la Marcha Verde, o incluso en determinados episodios de la Transición que afectaron de lleno al estamento militar5? Y siendo un poco más ambiciosos, ¿qué enorme película no se podría hacer, con todos los pronunciamientos favorables para el antibelicismo reclamado casi a gritos por la crítica, con los sucesos que rodearon al llamado Desastre de Annual? Los libros que relatan esta apabullante historia están publicados —alguno bien reciente, como la magnífica novela de Lorenzo Silva, El nombre de los nuestros—; sólo hace falta saber trasladarlos a la gran pantalla como testimonio de lo que ha sido nuestro pasado reciente y de lo que significa en toda su extensión esa palabra terrible: la guerra.

 

Notas

1. Si los militares europeos destinados en la antigua Yugoslavia son tan inútiles como los que aquí se nos presentan, vamos listos. Y digo esto porque el hecho que desencadena la “bajada a los infiernos” del pelotón español podría entrar por méritos propios en el libro Guiness de la incompetencia militar. Me parece del todo imposible que a ningún oficial, por muy confiado o estúpido que sea, se le ocurra plantarse ante un puesto fortificado de los guerrilleros kosovares y exigirles que depongan sus armas, sin tomar antes la precaución de cubrir la acción con el fuego de las ametralladoras de sus blindados. Pues esto es justamente lo que aquí hace el oficial francés, con el resultado esperable: una escabechina entre los franceses (lo que no deja de ser una sutil venganza del guión contra su arrogancia), la pérdida del blindado y de la mayor parte del equipo militar de los ingenieros españoles, y el inicio de su deambular por las montañas de la “zona de exclusión” o “zona de sombra” de la frontera kosovar. «

2. La promoción de la película ha hecho hincapié en la circunstancia de que ninguno de los actores había hecho la mili. Ya se nota, se podría apuntar maliciosamente. Que a continuación subraye lo dura que les resultó la instrucción en un cuartel o acumule detalles del accidentado rodaje en el que Eduardo Noriega estuvo a punto de perder un ojo, recuerda mucho al adagio latino de excusatio non petita, acusatio manifesta. No es la primera vez, ni será la última, que los militares de película se parecen como un huevo a una castaña a los de verdad, ni es el cine español el único que comete esos errores —recordemos el “pastelón” de Pearl Harbor, con unos pilotos que semejaban caballeros andantes y unas enfermeras tan bien puestas como cualquier glamourosa actriz del Hollywood de la época—, pero el fallo resulta más imperdonable en una cinta que se propone, de manera más o menos explícita, superar los convencionalismos del cine bélico. «

3. Se podrían buscar toda clase de justificaciones para este planteamiento (entre ellas, la de que uno de los soldados es un francés que ha sobrevivido a la masacre de su unidad y que sólo se comunica en inglés con el teniente Alonso), pero ni aun así. De hecho, hay un momento muy significativo de la película que revela esa alergia al diálogo a la que acabo de referirme. Se trata de la secuencia en la que la soldado Balbuena y la intérprete Mónica se asean en el lavabo del puesto español. Es un momento intimista, muy propicio a la comunicación, y sin embargo ambas mujeres permanecen en silencio. Se adivina que entre ellas existe un vínculo diferente al que existe entre los demás soldados, pero sólo se adivina, y la ausencia de palabras deja su relación en un simple e insuficiente esbozo. Cuando más tarde el espectador contempla los inútiles deseos de Balbuena por ayudar a la agonizante Mónica, echa en falta una justificación más sólida de la proximidad afectiva entre las dos jóvenes. «

4. Las comparaciones son odiosas, claro, pero es inevitable la analogía con una secuencia de Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, aquélla en la que el soldado Caparzo se desangra, alcanzado por un francotirador alemán; la cámara nos presenta su agonía, pero al mismo tiempo narra los esfuerzos de sus compañeros para localizar y eliminar al tirador. En Guerreros, la agonía de la intérprete se prolonga sin que los soldados españoles hagan nada por ayudarla, incluso cuando el peligro para sus vidas ya ha pasado. ¿Un retrato realista de la crueldad de la guerra, superador de las tópicas concesiones a la moral del sacrificio tan característica del cine bélico? Tal vez quepa entenderlo así, aunque a mí más bien me parece una muestra más de la afición al director a lucirse en los efectismos de la violencia. «

5. Los acercamientos del reciente cine español al mundo militar se han caracterizado en ocasiones por su proximidad a la astracanada (podemos citar los casos de Historias de la puta mili (1993) o el de la recentísima, y bastante más digna,  La marcha verde, 2002), o, en la mayor parte de los casos, por un enfoque timorato o alicorto que no sólo revela los tabúes con los que se ha edificado nuestra realidad política, sino también la escasa consistencia de la industria cinematográfica nacional. Es cierto que no faltan filmes valiosos —me vienen a la memoria los casos de Mi general (1987), A solas contigo (1990), La viuda del capitán Estrada (1991), Morirás en Chafarinas (1994), Territorio comanche (1997) o Sé quién eres (2000)—, pero casi siempre ceñidos a un ámbito intimista, personal o ahistórico, sin la ambición y el vuelo épico que en otras cinematografías ha dado obras —pensemos en películas no estrictamente bélicas como Siete días de mayo o Capitanes de abril de tanto interés. Sin duda, una asignatura pendiente en el cine español. «

 

Para saber más

  • La película de Calparsoro tiene, como ya es de rigor, su web oficial, muy bien realizada y llena de magníficas fotografías (de aquí he tomado las que ilustran esta reseña).
  • La acogida que la crítica ha dispensado al filme ha sido diversa: junto a valoraciones entusiastas, como la de Joan Andreanó-Weyland en Telepolis, también se registran otras bastante más reticentes (véase la de Rubén Corral en La Butaca), o abiertamente negativas, como la de David Navarro en Ciberanika.
  • En la web del Ministerio de Defensa pueden encontrarse los datos oficiales de la presencia militar española en las misiones humanitarias de Bosnia-Herzegovina y Kosovo. El tono es quizá demasiado complaciente (buscando en Internet se pueden encontrar opiniones bastante menos satisfactorias), pero la información, completísima y con gran cantidad de enlaces hacia otras fuentes, merece la pena.

Eduardo-Martín Larequi García

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Última actualización de la página: 6-12-2005

 

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