El señor de los anillos. La comunidad del anillo,
de Peter Jackson

Cartel de la películaPara todo buen aficionado a la narrativa fantástica, como es el caso de quien suscribe, El señor de los anillos representa una cumbre indiscutible del género, una referencia inexcusable, algo así como encontrarse en un mismo libro con Cervantes, Shakespeare y Dante, todos a la vez1. Desde el ya lejano 1982, en que leí por primera vez la obra de J.R.R. Tolkien, su aliento épico y mítico, su capacidad para evocar un universo imaginario de perfiles no sólo verosímiles, sino incluso imprescindibles, su inagotable galería de criaturas, razas y personajes, han sido el fundamento de una experiencia lectora de una intensidad y riqueza que pocas veces he conseguido igualar.

Pero hay que reconocer que Tolkien, con todos sus innegables méritos, con su potencia creativa, con su onomástica y su toponimia tan evocadoras y con su inimitable tono, entre legendario, solemne y profético, no es Dios, ni tampoco ninguno de los tres grandes escritores que antes he nombrado. A este humilde lector siempre le han parecido ridículas esas muestras de adoración que pretenden convertir la obra del profesor de Oxford en poco menos que en una Biblia alternativa, en un objeto místico reverenciado por la misma clase de fans con poco seso (o humoristas gamberros, no sé muy bien qué pensar), que han elaborado a partir de la “filosofía” banal de La guerra de las galaxias un proyecto de “religión Jedi”. Tampoco me he sentido especialmente feliz con la creciente extensión de la moda Tolkien, consistente en la masiva difusión de fragmentos inconclusos, continuaciones espurias, juegos de rol, series de “espada y brujería”, “dragones y mazmorras” y demás fenómenos, mucho más próximos al merchandising que a la creación literaria. No sólo no hacen justicia al espíritu del universo tolkieniano (elegante, digno, y a menudo severo y trágico), sino que contribuyen a la degradación literaria de un género que con demasiada frecuencia —y creo saber algo de esto, a juzgar por los testimonios que, año tras año, vengo recabando entre mis alumnos de Secundaria— encuentra en las truculencias gratuitas, en el gore y en la profusión de lo macabro un reclamo para un público al parecer cada vez más necesitado de emociones fuertes.

Así que, cuando supe, hace ya algún tiempo, que en las lejanas antípodas de Nueva Zelanda se estaba llevando a cabo el rodaje de la versión fílmica de la trilogía —un rodaje nada convencional, pues como saben todos los aficionados se han rodado tres películas a la vez, con la intención de que se estrenen en años consecutivos—, experimenté emociones contrapuestas: por una parte, la natural curiosidad, y hasta impaciencia; por otra, la sospecha de que se nos venía encima una nueva manipulación, una burla más. Ciertamente, las malas vibraciones se fueron debilitando conforme iba teniendo acceso a los detalles del reparto, la producción y el rodaje, sobre todo gracias a la proliferación de sitios web dedicados al fenómeno2. “Tiene buena pinta”, me dije, tiene el aspecto de una película rodada con respeto al original, con el cariño y la devoción propia de admiradores inteligentes.

Y, en efecto, así es. Tras contemplar sus casi tres horas de duración, ninguno de los muchos millones de lectores de Tolkien podrá sostener que la película de Peter Jackson no se ha realizado desde el buen sentido y el respeto al espíritu de la novela. Que los responsables de la adaptación fílmica no hayan seguido el texto al pie de la letra me parece el menor de los pecados posibles3, y no sólo por la imposibilidad de hacer efectiva en imágenes la enormidad de la trilogía, sino porque ésta es uno de los mejores ejemplos que se podrían aducir acerca de la capacidad de la literatura para suscitar en la imaginación de cada uno de sus lectores un universo casi intransferible de imágenes, emociones y hasta sensaciones físicas. Es un hecho comprobado que la obra de Tolkien crea una impronta muy vigorosa, definida no sólo por la abrumadora huella que sobre la fantasía del lector dejan sus cientos de páginas, sino también por los mapas e ilustraciones de las ediciones que ha leído4, y hasta por el recuerdo de aquella película en dibujos animados, para mí muy estimable, que en 1978 realizó Ralph Bakshi sobre el primer tomo y medio de la trilogía. Unas y otros forman un conjunto de imágenes peculiares, difícilmente traducibles al cada vez más capaz y aun así limitado lenguaje cinematográfico; no sólo imágenes visuales (la apacible Comarca, las tinieblas inhumanas de Mordor), sino también auditivas (las sugerencias de la toponimia y la onomástica, la dulzura y el ritmo de la lengua élfica) y hasta, si se me apura, olfativas y táctiles. Que ese conjunto personal de sensaciones no se haya visto traicionado por la película —y ésta es una valoración ampliamente compartida por quienes la han reseñado— constituye una virtud nada desdeñable.

La comunidad del anillo es una película que recupera el sabor del cine épico en estado puro, pues en ella resplandecen todas las virtudes que tradicionalmente se asocian al prototipo del héroe —la fortaleza de cuerpo y de espíritu, la lealtad, el compañerismo, la capacidad de sacrificio, el honor, la dignidad—, sin ninguna de las restricciones paródicas o los tics de distanciamiento irónico tan característicos del cine contemporáneo. La sensación que el espectador retiene tras contemplar esta auténtica “apoteosis de la aventura”5 es la de hallarse ante un relato transparente, de una inocencia del todo insólita en nuestros días. Pero es que además esta inocencia está revestida de una solemnidad que nunca parece pretenciosa o infatuada (compárese, por ejemplo, con lo que ocurre en una obra tan interesante como Excalibur, de John Boorman, donde la épica se desborda a menudo en el exceso de lo kitsch) y de una virtud ejemplarizante que resulta al mismo tiempo próxima y accesible para el espectador. Ciertamente, se podría argumentar que éstos no son méritos exclusivos de la película, sino más bien de la obra literaria que se encuentra tras ella, pero no es menos verdad que Peter Jackson merece nuestro aplauso por haber sabido captar esa actitud tan peculiar de la novela, al mismo tiempo heroica, sobria y entrañable.

Los Nâzgul, los Caballeros NegrosEs justamente el respeto al espíritu de la obra de Tolkien el que hace que esta primera parte de El señor de los anillos tenga muy poco que ver con la tendencia al infantilismo de buena parte del cine fantástico de los últimos años (y aquí hay que invocar el recuerdo de la saga galáctica de George Lucas, o el de películas por otra parte nada desdeñables, como el Willow de Ron Howard o la adaptación de Harry Potter y la piedra filosofal que acaba de entregarnos Chris Columbus), el cual ha acabado por convertir un esquema narrativo tan respetable como el del relato iniciático, con sus corolarios habituales (la lucha entre el bien y el mal, el desafío victorioso del pequeño y hábil frente al grande y torpe), en una especie de consagración o apología de los tópicos del “niño listo” y los valores familiares más convencionales. En La comunidad del anillo brilla por su ausencia la adulación hacia lo infantil, a pesar de lo que pueda parecer en algún momento —por ejemplo en el retrato, ciertamente simpático, de los hobbits, con su aspecto aniñado y sus costumbres epicúreas—, y en su lugar predomina un tratamiento de los personajes y de las situaciones genuinamente dramático, plasmado en imágenes de gran fuerza expresiva, en las que predomina una paleta cromática significativamente orientada hacia los tonos oscuros y lúgubres. Que en determinadas secuencias —la presentación de la Comarca, con esos paisajes que parecen haber alcanzado la armonía perfecta de lo humano y lo natural, o muchas de las escenas del bosque de Lórien, cuando aparece la reina elfa Galadriel, de belleza y serenidad rayanas en lo angélico—, el director se haya decantado por una puesta en escena dominada por un esteticismo más bien empalagoso puede considerarse como una concesión a la galería, aunque también cabría observarlo, desde una perspectiva menos crítica, como una necesidad de responder a las formas consagradas por ese poderoso imaginario previo del que antes he hablado.

Nada más lejos de la mentalidad infantil, además, que la intensa sensación que recorre todo el filme, una sensación de urgencia, de inminencia de apocalipsis, de extinción de una civilización. De este modo, la lucha emprendida por los protagonistas (y, vicariamente, por el espectador) contra el mal y contra las criaturas que lo encarnan no es sólo ni principalmente afán de aventuras, sino imperiosa necesidad, exigente e ineludible compromiso. En este mismo sentido hay que interpretar la escasez de toques de humor y guiños cómicos, la “seriedad” del filme, si queremos llamarla así, un rasgo que tal vez pueda resultar extraño y hasta antipático para algunos espectadores, pero que constituye un signo distintivo —y, en mi opinión, muy valioso— de la trama, los personajes y de la película en su conjunto. La misma presentación de lo maligno, mediante imágenes estilizadas y hasta abstractas —los negros caballeros Nazgûl, de rostros velados por la oscuridad; el ojo implacable y siniestro de Sauron— que evitan una representación realista, siempre problemática, de la encarnación del mal, constituye un signo de identidad de un largometraje que apenas condesciende con la espectacularidad gratuita y que nunca cae en ese riesgo tan frecuente en el cine fantástico contemporáneo, el de ser absorbido por el ridículo y el humor involuntario6.

De hecho, esta primera entrega de El señor de los anillos alcanza sus mejores momentos en aquellas secuencias en que predomina el tono lúgubre al que antes me refería. Es entonces cuando su riquísimo imaginario visual —sin duda ninguna, uno de los más valiosos activos del filme— alcanza su mayor originalidad y perfección, su más alta capacidad de convicción. Las secuencias que giran en torno a la representación de lo maligno —los intrincados y audaces planos de la ciclópea fundición donde se fabrican las armas de los orcos, las imágenes insondables de las naves “góticas” de las minas de Moira, el nacimiento del jefe de los orcos de Saruman, verdadero engendro parido de entre las entrañas de la tierra, la galopada de los jinetes negros en persecución de la elfa Arwen, transcrita mediante una brillante sucesión de planos terrestres y aéreos, la brevísima y estremecedora secuencia de la tortura de Gollum— no sólo sirven para deleitar los ojos del espectador con un inacabable catálogo de hallazgos visuales, sino que también contribuyen a sugerir la idea del esfuerzo ímprobo, casi inhumano, al que se enfrentan los protagonistas, reforzando así la intensidad y el carácter dramático de la historia.

De entre las muchas secuencias que la película dedica a mostrar el siempre desigual combate contra las fuerzas del mal, quizás la más impresionante sea la de la batalla inicial, en la que contienden las bestiales hordas de Sauron contra la alianza de humanos y elfos. La secuencia tiene un carácter estrictamente funcional para el desarrollo de la trama, pues forma parte de un prólogo narrado por una voz en off, mediante el cual se presenta la historia del anillo y se detalla su poder maléfico; así pues, no es un mero artificio destinado a seducir con su intensidad y su furia al espectador, lo cual no impide que éste se vea tentado de compararla con otras muestras de esa reciente tradición de batallas monumentales y de gran realismo, conseguido gracias al uso masivo de efectos digitales, de la que participan filmes como Gladiator (quizás su más cercano referente), La amenaza fantasma o El regreso de la momia. Por otro lado, y en comparación con secuencias semejantes del cine contemporáneo, hay cierta novedad en este apocalíptico combate, que destaca no tanto por su colosalismo o brutalidad, sino por los tonos oníricos, casi de pesadilla —el campo cubierto por los orcos, más semejantes a termitas u hormigas destructoras que a seres inteligentes, la fuerza demoníaca que emana de la figura de Sauron, la inminencia de una completa destrucción, impresa en los rostros de hombres y elfos—, que anticipan la preferencia por lo siniestro que domina en todo el filme. La ubicación de la secuencia en el arranque del largometraje, además, le otorga un papel esencial, asemejándose así a un vibrante y apasionado diapasón, a través de cuyo tono los espectadores afinan su sensibilidad y el horizonte de expectativas con que habrán de acoger el conjunto de la película.

BoromirYa que he mencionado los combates y batallas, conviene precisar también que esta primera parte de El señor de los anillos marca algunas diferencias con las tendencias generales de los últimos tiempos en el cine de acción, tan deliberada y exageradamente coreográfico. Los combates, las peleas y las persecuciones son, como cabría esperar, intensos y de gran expresividad plástica, pero acaso más contenidos y realistas que los de otras películas recientes. Ausentes, seguramente por voluntad propia, las piruetas delirantes y el ritmo frenético de algunos títulos de los últimos años Matrix, Misión Imposible II, la nueva versión de Los ángeles de Charlie el filme de Peter Jackson ha escogido otras vías para dar expresividad a las escenas violentas: la hipérbole fantástica de la fuerza (la aparición de un casi invencible Sauron en la secuencia prólogo) y de la habilidad (magníficas todas las escenas en que interviene el arquero elfo Legolas, con su destreza y puntería tan asombrosas y, a pesar de ello, tan realistas, que sugieren un prolongado entrenamiento del actor), o el dramatismo trágico. En relación con este último aspecto me gustaría destacar la secuencia —advierto que al mencionarla adelanto algún aspecto del desenlace— del último combate con los orcos, en el que Boromir cae de rodillas, abatido por sucesivas flechas, en un gesto de expiación y terrible sufrimiento que no sólo traslada al espectador la agonía del personaje, sino también su dignidad y lo trágico de su destino.

Claro está que lo admirable del personaje de Boromir no sólo procede de las circunstancias de su muerte, sino también de los rasgos —conciencia de la fatalidad, vulnerabilidad, ambición— que lo configuran, muy bien representados por Sean Bean, en la que para mí es la mejor actuación de la película. Y eso que no es fácil escoger una de ellas, pues casi todo el reparto está magnífico, con una solidez y verosimilitud que indudablemente procede de la convicción con la que los intérpretes han abordado sus respectivos papeles7. La acertada combinación de actores curtidos en largas carreras cinematográficas y teatrales —Ian Holm (Bilbo Bolsón), Ian McKellen (Gandalf el Gris), Christopher Lee (un impresionante mago Saruman, quizás la otra composición más notable del filme)— con intérpretes más jóvenes que, aunque sólidamente asentados, carecen todavía de ese brillo de estrellas indiscutibles que acaso hubiera debilitado la credibilidad de sus personajes —Viggo Mortensen (Aragorn o Trancos), Elijah Wood (Frodo Bolsón), Liv Tyler (Arwen), Cate Blanchett (Galadriel), Hugo Weaving (Elrond)—, funciona perfectamente, lo cual no es poco decir teniendo en cuenta la dificultad intrínseca en la tarea de prestar rostro, voz y ademanes a unas criaturas de ficción tan veneradas y tan distintamente recreadas en la imaginación de los lectores. No obstante, siempre podrán hacerse reproches —que Frodo resulte algo anodino, que el personaje de Aragorn, a quien interpreta Viggo Mortensen, con su habitual desaliño, carezca de la apostura y gallardía esperables en un príncipe de su estirpe y rango—, que no deberían distraernos de la valoración general que hice al principio: la de que la película, más allá de defectos ocasionales o discrepancias en los pormenores, ha sido realizada con una devoción al espíritu del original —hasta detalles aparentemente menores, como la pronunciación de los diálogos en élfico, que aparecen en un par de secuencias, están realizados con gusto— muy dignos de reconocimiento.

Por si alguna duda cupiera todavía a la hora de confirmar la valoración positiva que merece esta difícil adaptación cinematográfica, deberíamos añadir a los muchos méritos ya expuestos los que atañen al trabajo de localización de escenarios y a la puesta en pantalla de los variadísimos paisajes que conforman la imagen de la Tierra Media. Tras asistir a la proyección de La comunidad del anillo, el espectador no puede sino reconocer el acierto de la elección de Nueva Zelanda como escenario del rodaje. En efecto, los paisajes neozelandeses —praderas, páramos, campos cultivados, bosques, tierras montañosas, cumbres nevadas, ríos, fiordos— reúnen una rara combinación de cualidades: por una parte, resultan vírgenes para las retinas de la mayoría de los espectadores, lo cual los capacita singularmente como escenarios de una historia fantástica; por otra, ofrecen la apariencia reconocible de un paisaje posible, “terrestre”, lo cual es sin duda una solución muy satisfactoria al problema de recrear el mundo tolkieniano, con su profusa diversidad de escenarios ficticios que al mismo tiempo resultan turbadoramente cercanos al imaginario colectivo. Una de las secuencias del tramo final de la película —aquélla en la que los miembros de la Compañía del Anillo trasponen los Argonath, los Pilares de los Reyes— me parece un ejemplo paradigmático de esta cualidad: al espectador no le cuesta ningún esfuerzo reconocer la corriente tumultuosa por la que navegan los frágiles esquifes como un río “real” de alguna remota región nórdica, pero en cuanto contempla las gigantescas figuras de antiguos reyes que se alzan en sus riberas (efectos digitales, claro está) y que con su gesto hierático y vagamente medieval advierten al viajero de que no debe ir más allá, la docilidad de la representación realista se transforma de improviso en un signo de un mundo diferente, de otro mundo de fantasía que, paradójicamente, es también el nuestro.

Que muchos de estos paisajes naturales hayan sido retocados o recreados en los laboratorios digitales de la WETA Digital neozelandesa —compañía que a partir de ahora se erige en un serio competidor para sus homólogas norteamericanas, como la Industrial Light and Magic o la Digital Domain— para adaptarlos a los requerimientos de la historia, como ocurre en la secuencia que acabo de describir, no es, en mi modesta opinión, ninguna trampa ni demérito8. De hecho, yo recuerdo pocas películas recientes en las que la representación del paisaje adquiera una fuerza descriptiva, una energía tan arrolladora, y una intensidad evocadora tan perdurable (casi estoy por atreverme, exagerando un poco la nota, a recordar los antecedentes de los westerns de John Ford y Anthony Mann, o la maravillosa Dersu Uzala de Kurosawa) como en la película que acaba de ofrecernos Peter Jackson.

Frodo Bolsón y el Anillo Único¿Y qué más se puede pedir a una película de aventuras que hermosos paisajes, una acción vigorosa, personajes heroicos o intensamente malvados y el eco continuo de mitos tan sólidos como perdurables? La comunidad del anillo reúne todos esos ingredientes en cantidades casi inasimilables —y tal vez aquí resida uno de sus posibles defectos, que a pesar de su larguísima duración, el bombardeo de imágenes y sensaciones apenas si permite el reposo y la reflexión del espectador— y con un nivel de fidelidad al original literario que cabría considerar modélico. Con tan halagüeños principios, cabe esperar que la empresa final de llevar a la pantalla la trilogía de Tolkien constituya un hito inolvidable en la historia del cine fantástico. Las bases están bien fundadas, y son más que sólidas. Quizás los problemas puedan venir del altísimo nivel de expectativas creado en el público por la primera película. Además, todavía quedan retos nada fáciles de superar: mantener (e incrementar, si ello fuera posible) el nivel de deslumbramiento visual alcanzado por La comunidad del anillo, dar una encarnación convincente a criaturas apenas entrevistas en esta película, como Gollum, cuyo aspecto físico es en la novela tan característicamente repulsivo; y, por último, una tarea que al menos a mí se me antoja como verdaderamente titánica: expresar adecuadamente en imágenes toda la maldad y vileza de la terrible tierra de Mordor, en la que transcurren los mejores momentos de Las dos torres y El retorno del rey, segunda y tercera partes, respectivamente, de la trilogía.

 

Notas

1. Para un análisis detallado de la obra de Tolkien y su influencia sobre la configuración moderna del género fantástico, véase la entrada correspondiente en CLUTE, John y John Grant (eds.), The Encyclopedia of Fantasy, New York, St. Martin's Press, 1997, pp. 950-955. Aunque mucho más breves, también son de interés las reflexiones de David Pringle, Literatura fantástica. Las 100 mejores novelas, Barcelona, Ediciones Minotauro, 1993, pp. 55-56. Tanto Clute como Pringle hacen hincapié en el hecho de que El señor de los anillos no debe ser considerada como una trilogía, sino como una “larga novela continua” (Pringle, op. cit., p. 55); no obstante, yo utilizaré el término, que resulta cómodo para mis propósitos. «

2. La dirección de la web oficial de la película es http://www.lordoftherings.net; para la versión española, http://www.elsenordelosanillos.aurum.es. Ambas, con un componente gráfico impresionante, comparten un elegante diseño que se caracteriza por esa tipografía arcaizante que tan de moda se ha puesto en los últimos meses. «

3. Sobre los problemas inherentes a la adaptación cinematográfica podría mantenerse un debate infinito, dadas las dimensiones de la obra original. Un punto de vista muy inteligente sobre la cuestión puede verse en la Internet Movie Data Base, en esta reseña (que por lo que parece firma un tal Phil Cooper); los fans acérrimos que tengan un buen dominio del inglés pueden consultar la sección de comentarios de la película, verdaderamente oceánica, pues contiene más de mil testimonios. «

4. A tenor de lo que he visto y leído, una parte significativa del imaginario visual de la película está basada en la obra de Alan Lee y John Howe, dos de los más famosos ilustradores de Tolkien. Las imágenes de Lee pueden verse en la magnífica edición completa de la novela (que incluye, además, mapas e indices) publicada por Ediciones Minotauro, una de las pocas editoriales del ámbito hispanohablante especializadas en literatura fantástica y de ciencia ficción. Minotauro ha publicado en castellano toda la obra de Tolkien, así como diversa bibliografía secundaria. «

5. Así la define Manuel Torreiro, en su crítica publicada en El País, 21-XII-2001. «

6. Me parece imprescindible traer a colación las indudables diferencias que la película de Jackson presenta en relación con otra mitología contemporánea que compite en difusión e impacto popular con la de Tolkien. Me refiero, claro está, a la tetralogía de La guerra de las galaxias (de la que soy un fan fervoroso, he de advertir), tan dada a las incursiones seudomísticas, a veces rayanas en lo ridículo, y a los chistes y golpes de humor, no siempre pertinentes. Tampoco la saga galáctica ofrece una imagen de lo maligno totalmente convincente, y no tanto por la originalidad o eficacia de su representación visual (no hay espectador que no haya quedado impactado por el look avasallador de Darth Vader o el más nítidamente diabólico de Darth Maul), sino por su molesta tendencia a entremezclar historias familiares y presencias malignas, en una combinación que a veces recuerda más a los vaivenes farsescos de la serie Enredo que, pongamos por caso, a la dimensión trágica de El Rey Lear. «

7. No cabría esperar otra cosa, dadas las peculiares circunstancias en que se ha rodado la trilogía, que imponen la presencia de los mismos integrantes del reparto en las tres películas. No obstante, hay que reconocer el mérito de actores y actrices, a veces un tanto renuentes a ofrecer lo mejor de su talento cuando se hallan en el género fantástico o en sus aledaños. Para muestra, el botón de las interpretaciones de Ewan McGregor y Liam Neeson en La amenaza fantasma, que ya me parecieron poco convincentes en el momento de su estreno; tras haber visto recientemente algunos de los extras incluidos en la edición en DVD, me ratifico en mi impresión inicial de que sobre todo Ewan McGregor no se creía en ningún momento ni un átomo de su personaje. «

8. Se notan fallos en algunos trucajes no precisamente digitales, cuyo origen se halla en un deseo de fidelidad al original literario que en mi opinión no se hubiera resentido por haberse permitido otro tipo de licencias. El primer ejemplo lo tenemos en la secuencia en la que los humanos entrenan en las artes de la lucha a los hobbits; dada la necesidad de marcar la diferencia de estaturas y la imposibilidad de utilizar otros trucos, porque los personajes aparecen de cuerpo entero, la producción ha recurrido a niños (o enanos, aunque creo haber leído que se descartó este recurso), de forma demasiado evidente, por mucho que el plano sea muy breve. También me pareció advertir una extraña discrepancia, una sensación rara, aunque más imprecisa, como de una composición no completamente lograda, en la secuencia en la que el mago Gandalf el Gris charla con Frodo en casa de este último. Por otra parte, también en el final de esta primera película de la serie (que es prácticamente idéntico al del primer libro de la trilogía, hay que advertirlo), se pueden detectar los problemas inherentes al propósito de fidelidad y a las circunstancias de producción a la que en varios momentos me he referido: es un final anodino, de un nivel muy bajo para el conjunto de la película; más que la secuencia de cierre, parece un mero enlace con las que habrán de venir después. «

 

Para saber más

El fenómeno Tolkien ha dado lugar a una verdadera proliferación de sitios en Internet (una consulta en ofrece cientos de miles de referencias). Además de los ya citados, conviene visitar los siguientes:

  • Para conocer a fondo todo lo relativo sobre la obra de Tolkien (no sólo El señor de los anillos), nada mejor que consultar dos webs esenciales: Thelordoftherings.com, exhaustiva recopilación de los enlaces sobre Tolkien y su obra, perfectamente organizados y descritos; y The Encyclopedia of Arda, una magnífica obra de consulta online sobre todos los aspectos de la Tierra Media (ambas en inglés). Un sitio en castellano, muy recomendable por su seriedad y lo sobrio del diseño (lo cual casi es noticia en este caso), es La Enciclopedia de la Tierra Media. Y no hay que olvidar el Anillo Tolkien, un webring en español que registra 193 páginas afiliadas.
  • Internet Tolkien Book Society (ITBS): esta web, dedicada a proporcionar información sobre la bibliografía primaria y secundaria de Tolkien, satisfará a los interesados en un enfoque más sesudo y erudito de la obra del profesor oxoniense.
  • Entre las webs españolas sobre la trilogía cinematográfica, hay que destacar las de Anillo Único y El fenómeno.com, ambas con un diseño impactante, aunque demasiado deudoras de los excesos propios del fandom tolkieniano. Bastante más sobria que las anteriores, pero en la misma línea, TheOneRing.net.
  • En todo el mundo existen grupos y asociaciones dedicadas a cultivar la fascinación por Tolkien, un fenómeno que se ha visto incrementado desde el estreno de la película. En nuestro país, la Sociedad Tolkien Española dispone de una web muy seria y bien elaborada.
  • La obra de Tolkien no sería lo mismo si no hubiera contado con el auxilio de magníficos artistas para ilustrar su mundo fantástico. Las ilustraciones pueden verse en un par de webs: R3t's LotR Maps, especializada en los planos de la Tierra Media y que incluye la posibilidad de consultar mapas interactivos (en inglés); y Cuadro Tolkien, una web española de magnífico diseño, con gran cantidad de bellísimas imágenes.
  • Con motivo del estreno de La comunidad del anillo, tanto las webs especializadas en cine como los portales generalistas y los más importantes medios de comunicación han preparado “especiales” sobre la película y J.R.R. Tolkien. Entre los más interesantes se encuentran el de La Butaca, una de nuestras mejores webs sobre cine, que ofrece sinopsis, varias críticas, carteles y notas sobre la banda sonora. Y hay que destacar también el del diario madrileño El País, que lleva a cabo una interesante comparación entre este clásico fantástico y el reciente fenómeno representado por los sucesivos Harry Potter de J.K. Rawling.
  • Para finalizar esta lista, recomiendo The Tolkien Sarcasm Page, una web humorística, con sanas dosis de mala leche, dedicada a una necesaria labor de desmitificación. Entre sus contenidos, una exhaustiva y feroz crítica de la versión en dibujos animados de Ralph Bakshi en 1978, una galería de arte “inspirada” por la obra de Tolkien, una versión golfa del texto de la trilogía, enlaces a páginas curiosas, como la de un admirador que ha ilustrado el texto con escenas fabricadas con piezas de Lego, etc.

Eduardo-Martín Larequi García

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Última actualización de la página: 6-12-2005

 

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